Seguro que habéis oído hablar del síndrome de la impostora. Esta expresión, convertida casi en un tópico, se utiliza para describir la inseguridad que muchas mujeres sienten en el ámbito profesional, especialmente cuando alcanzan logros importantes o asumen roles de liderazgo. A menudo se presenta como un obstáculo personal que las mujeres deben superar para avanzar en sus carreras.
Pero, ¿es realmente un problema de las mujeres o más bien una construcción social que desvía la atención de algo más profundo?
Si analizamos la cuestión con detenimiento, se hace evidente que el problema no radica en las mujeres, sino en cómo se ha creado y perpetuado una narrativa que las señala. La llamada síndrome de la impostora me parece más bien la coartada perfecta de un sistema que penaliza la diferencia. Esta expresión pone el foco en las mujeres por no encajar en un modelo de autoconfianza que históricamente se ha construido con una visión masculina como referencia. Así, perpetúa la idea de que la inseguridad es un defecto individual mientras ignora la exclusión estructural.
Pensaba en esto mientras leía bell hooks, activista y escritora feminista, conocida por su crítica profunda a las estructuras patriarcales y racistas. hooks nos invita a observar el mandato de invulnerabilidad que define la construcción de la masculinidad. Desde muy pequeños, a los hombres se les exige proyectar fuerza y control, mientras cualquier muestra de vulnerabilidad se interpreta como debilidad. Según ella, este ideal no solo limita la vida personal de los hombres, sino que también se refleja en el ámbito profesional, creando un modelo excluyente basado en la fantasía de la invulnerabilidad. Y sí, es una fantasía.
"Esta expresión pone el foco en las mujeres por no encajar en un modelo de autoconfianza que históricamente se ha construido con una visión masculina como referencia"
Por otro lado, las investigaciones del psicólogo organizacional Tomas Chamorro-Premuzic cuestionan cómo la cultura de la sobreconfianza se ha convertido en norma en muchas organizaciones. En lugar de valorar la competencia y las habilidades reales, se premian comportamientos de autoconfianza desmesurada —o incluso narcisista—, asumiendo erróneamente que reflejan capacidad de liderazgo. Pero estos rasgos no solo son engañosos, sino que dan lugar a liderazgos ineficaces.
El caso es que este tipo de comportamientos —y estos sí que son impuestos— son menos comunes en las mujeres. Una realidad que refleja cómo el patriarcado no ha conseguido arrebatarnos la capacidad de conectar con las emociones y, por lo tanto, de reconocer nuestra vulnerabilidad. Para muchas mujeres, la autoconfianza no se basa en una fachada de invulnerabilidad, sino en una autenticidad que reconoce la importancia de dudar, colaborar y pedir ayuda. Paradojalmente, estas cualidades, lejos de ser valoradas, a menudo se perciben como debilidades porque no encajan en el modelo tradicional.
Y aquí me surge una reflexión: ¿no es, precisamente, esta conexión emocional con una misma y con otras lo que debería definir un liderazgo genuino? Pero, en lugar de reconocer este valor, el sistema sigue desincentivando los comportamientos auténticos y promoviendo estándares rígidos, excluyentes. Esta estructura no solo penaliza a las mujeres, sino que perpetúa un modelo obsoleto que favorece la apariencia por encima de la competencia.
Y, en todo caso, si fuera cierto que las mujeres experimentamos esta inseguridad, ¿no sería esta una consecuencia de un sistema que nos hace dudar de nosotras mismas? La inseguridad, en este caso, no es una característica intrínseca, sino una herramienta de control.
Cuando las mujeres se cuestionan sus capacidades o decisiones, no es casualidad, sino el resultado de un entorno que constantemente les envía mensajes contradictorios: se valora la autoconfianza, pero se penaliza si esta no encaja en los cánones tradicionales; se reclama liderazgo, pero se critica cuando este no se alinea con el modelo dominante.
"Cuando las mujeres se cuestionan sus capacidades o decisiones, no es casualidad, sino el resultado de un entorno que constantemente les envía mensajes contradictorios"
Y mientras tanto, el discurso patriarcal asegurando que la desigualdad no existe y que el problema reside en las mujeres, que supuestamente no tienen la autoconfianza necesaria para destacar. Así, la narrativa del síndrome de la impostora no solo perpetúa esta dinámica, sino que se convierte en una auténtica estrategia de "luz de gas". Un mecanismo sutil, pero efectivo que, en esencia, dice: "El problema no es el sistema; estás equivocada, el problema es que te faltan las competencias necesarias".
Es hora de transformar esta narrativa simplista que patologuiza la diferencia y empezar a cuestionar las estructuras que generan estas desigualdades. Como bien intuía Sylvia Plath, no es la falta de capacidad lo que nos frena, sino un entorno que oprime nuestro verdadero potencial. Sugiero que dejemos de hablar del síndrome de la impostora y pongamos el foco en lo que podríamos llamar "Campana de Cristal": estructuras que asfixian las ambiciones de las mujeres.