Politóloga y filósofa

Suspender y aprobar

08 de Febrero de 2025
Arianda Romans | VIA Empresa

Hacía mucho que no me sentaba en una sala de estar. En casa, nunca tenemos un momento en el que realmente descansemos juntas sin que el televisor esté encendido. Normalmente, cada una descansa en su habitación, lo cual nos parece bien a todas, pero echo de menos el hecho de no hacer nada y aprovechar un breve rato para ponernos al día de lo que pasa sin estar buscando las llaves, preparando la comida a toda prisa o haciendo algo a medias mientras hablamos por encima de la pantalla. Kathy es maestra de escuela y está recortando unos dibujos para preparar una actividad para mañana. La miro y pienso que debe de ser bonito estar rodeada de criaturas todo el día, pero también verdaderamente agotador. Toma las tijeras con cansancio, pero pega todas las creaciones de sus pequeños artistas con cuidado.

 

—¿Cómo evaluáis a los alumnos, vosotros? ¿Lo hacéis con números o con frases?

Hace días que en casa se debate de qué manera deberíamos valorar el trabajo de los niños. Algunas personas opinan que los números son objetivos y claros, y otras creen que una valoración con palabras es mucho mejor. Necesita mejorar, progresa adecuadamente, hay que reforzar esto o aquello... Para algunas personas, estas valoraciones son mucho más amables, y para otras es una forma de consentir al alumnado con tonterías, sin prepararlos para la vida real, que no tiene ninguna compasión. Kathy me responde que ellos tienen un sistema mixto, donde valoran el progreso de los alumnos de manera personalizada, pero también con notas de cara a los informes oficiales del gobierno.

 

Le sonrío e intento recordar cómo lo hacíamos nosotras en la escuela y de qué manera recibíamos las notas que nos ponían en las diferentes asignaturas. Recuerdo a una chica de unos cursos mayores preguntándole a otra:

"Algunas personas son del parecer que los números son objetivos y claros, y otros piensan que una valoración con palabras es mucho mejor"

—¿Qué significa necesita mejorar?

Y la otra le respondió, sin mucho tacto:

—Es una manera bonita de decir que has suspendido, tonta!

En aquel momento entendí que las cosas se pueden maquillar, pero cuestan de cambiar. Kathy sigue pegando dibujos y hablamos de los diferentes sistemas educativos del mundo. En ese momento, recuerdo mis conversaciones con el pijo inglés sobre la perfección.

Perfection is a virus, Argri (La perfección es un virus, Argri) —me decía mientras comíamos en un restaurante italiano que había escogido mi compañero de piso.

Durante toda nuestra vida nos hemos centrado en superar la barrera del cinco y acercarnos al diez tanto como sea posible. Sin embargo, lo que no entendimos lo suficiente durante nuestra infancia era que no había ninguna recompensa por ser perfectos. Nadie nos daría un premio una vez superados todos los escalones educativos, y la felicidad no iba directamente correlacionada con cuán perfectos podíamos llegar a ser dentro de un sistema cruel.

El virus de la perfección ha hecho daño a muchas amigas mías, yo incluida: desde la búsqueda de un cuerpo perfecto hasta las presiones innecesarias que nos autoimponíamos, pensando que si alcanzábamos una cierta semejanza al ideal conseguiríamos deshacernos de esa extraña sensación en el pecho que nos ahogaba cada vez que nos hacíamos preguntas sobre nuestra vida.

"La vida no es un rango del uno al diez, sino más bien un examen que superas o no superas"

Diez años después de cumplir dieciocho, he entendido que la nota entre el cinco y el diez no tiene ninguna importancia: la vida no es un rango del uno al diez, sino más bien un examen que superas o no superas. El cómo ya es cosa tuya, y no tiene mucha importancia para nadie más que para ti misma. A pesar de mi odio por las dicotomías, creo que es así. Un día seremos un ocho, en otra cosa un nueve, y con algunas con un seis estaremos más que felices. En lugar de pensar todo el tiempo en llegar a la cúspide de la montaña donde supuestamente reside la excelencia, ¿por qué no elegimos qué queremos hacer y dónde queremos centrar nuestras ganas de aprender, nuestras prioridades y sentimientos más profundos, en lugar de procurar brillar en la cantidad justa que toca para alcanzar unos resultados brillantes que no nos llevarán a ningún lado?

Cuando en la escuela te pegan una estrella brillante en la frente, no solo crees que has hecho bien la tarea, sino que eres una persona digna de elogio. Sin embargo, en la vida adulta nadie te premia con una estrella: la idea de éxito te la tienes que construir tú misma. Por eso, tanto cuando hablamos con las criaturas como con nosotros mismos (adultos en miniatura), sería bueno entender el éxito como una consecuencia natural de hacer las cosas bien hechas, y no como un objetivo a perseguir en sí mismo. Quizás entonces la perfección dejará de ser un virus y se convertirá, simplemente, en una de las opciones posibles.