El otro día, comiendo patatas fritas resecas con la princesa, volviendo de una cena desafortunada que había derivado en una conversación tensa sobre los conflictos del mundo, hablamos de las expectativas de la vida. Yo siempre he sido una persona impaciente, en todos los aspectos posibles. A veces me sale bien, y propicio situaciones que, por otra parte, nunca se habrían dado; pero a veces también me juegan en contra, queriendo que las cosas vayan más rápido que su ritmo natural. Desde que tengo un pequeño jardín (o, mejor dicho, una hilera de macetas), creo que estoy aprendiendo que agua es necesaria la justa y que a veces tenemos que esperar unas horas y unos días para hacer que las cosas vuelvan a o sigan funcionando. El caso es que mordisqueando patatas refritas conseguí llegar mucho más profundamente a todo lo que la princesa no suele explicar, bien sea por ser de pocas palabras o por discreción, una característica que siempre le he admirado.
"No sé, Ari, a veces tienes que dejar que la vida se mueva y moverte con ella. Mírame a mí, yo no sabía que acabaría aquí, y ahora estoy feliz cuando hace unos meses era muy miserable". La princesa es una persona extremadamente solar, y me sorprendió mucho que me dijera que había habido un momento en su vida en el que no irradiaba la felicidad que ahora me daba en una ciudad lluviosa, fría y con un punto impersonal. Hay frases que, sin saber por qué, nos resuenan y rumian, y esta fue una de ellas, que me hizo pasar días pensando. ¿Por qué siempre estoy maquinando el siguiente paso, sin dejar que sea la propia vida la que me brinde la sorpresa o la siguiente oportunidad? ¿Por qué, en lugar de confiar en lo que he hecho hasta ahora y pensar que todo llegará, me oscuro en perseguir mis sueños pensando que habrá una recompensa por correr y apresurarte y procurar estar en una buena posición en la carrera eterna? ¿Por qué no puedo hacer mucho menos de lo que podría hacer y ser feliz de tal modo? ¿Por qué me supone tan doloroso contentarme con una conformidad cotidiana?
A veces tenemos que esperar unas horas y unos días para hacer que las cosas vuelvan a o sigan funcionando
Siempre que pienso en Madama Butterfly pienso en Japón, por supuesto, y también con mi amigo Lucas, que es musicólogo. Me gusta tener amigos que hacen cosas que no conozco porque así me cuentan y puedo relacionarlas con el amor que tengo. Más allá del brillo de su música, la trágica historia de Puccini cuenta la historia de una mujer que espera a un marido que nunca volverá. Esta espera la lleva a la desesperación, y con ello a uno de los cantos más bonitos, bellos y pasionales que se escucha en la repetitiva historia de los clásicos de la música. Madama Butterfly siempre me ha dado mucha y mucha pena, pero una pena profunda de quien se compadece de la tristeza irresoluble en un ser humano que sufre por nada.
En consecuencia, siempre me ha dado mucho miedo ser ella, pensar que podría llegar a ser una persona que desespera por un amor o un futuro prometido que nunca llegará. Sería completamente reduccionista afirmar que, por el miedo a ser una, actúo de forma trepidantemente contraria, pero siempre hay una parte de verdad en todas las exageraciones y reduccionismos. Por algunas cosas será inevitable que damos pena, o que generemos pena en otras personas, pero pensar que es para esperar de manera casi enfermiza es un falso horizonte es algo que mi rígido orgullo no está preparado para soportar. Pensar que podría pasarme toda la vida esperando algo que no va a pasar me hace estar alerta, pero a veces hace que no pueda hacer eso que mi generación llama fluir. Supongo que la vida es esto, darnos cuenta de nuestras propias contradicciones, tragarlas y aprender a volar para rehuir, convertirnos en una Madama Butterfly.