Un día mi hija me preguntó: "Mama, por qué luchas por las mujeres?" Yo le respondí que lo hacía por justicia. Ella me volvió a preguntar: "De acuerdo, pero por qué luchas por las mujeres?" Y le dije: "Te explicaré una historia", una historia que hoy comparto con vosotros.
Cuando yo era pequeña, cada día mi madre, madre de seis hijos, perseguía mi padre por el pasillo, de habitación en habitación, mientras él se arreglaba, se peinaba y se ponía el abrigo. Mi madre le explicaba cosas de los hijos y de la comida que tendría que preparar por todos. Era una plegaria que duraba muy bien media hora y que acababa con las palabras de mi padre: "De acuerdo, cuánto necesitas?" Mi madre le pedía dinero para ir a la plaza. Cada día, día detrás día. Algunas veces él se había ido sin darle y mi madre hacía magia con restos de aquí y de allá. Su vida y la vida de sus hijos pendientes que mi padre le diera un billete o decidiera no hacerlo o, simplemente, se olvidara.
Mi hija pensaba que todo esto era una historia de cuando mandaba Franco, de cuando había la dictadura, del pasado, de un pasado muy lejano.
Unos años después de formarse en las mejores universidades de nuestro país, de hacer un máster al extranjero y de adquirir cierta experiencia, la seleccionaron por un lugar de alta dirección. Estaba muy contenta, era el trabajo que le gustaba, a una empresa muy reconocida y lo fue a celebrar con unos amigos. Aquella noche, contentos de su independencia, hicieron una cata entre los amigos para saber qué cobraban. Mi hija se dio cuenta que, a pesar de que el nuevo cargo era muy reconocido socialmente, ella cobraría casi la mitad que sus amigos hombres por cargos similares. No lo entendía. Fue a hablar con el director de Recursos Humanos y le dijo: "Si fuera hombre, cobraría mucho más, verdad?" Él le contestó: "Por supuesto, pero no lo podrás cambiar".
Esto pasaba a principios del 2000, en pleno crecimiento económico.
Los indicadores en clave de género que hemos creado desde el ODEE nos han dado una diagnosis clara de la situación de las mujeres en el mercado laboral y en la sociedad y también nos ayudan a entender las causas y las consecuencias de esta situación.
La brecha salarial llega al 25%: una mujer cobra un 25% menos que un hombre por el mismo puesto de trabajo. El 67% de las empresas catalanas no tienen ninguna mujer a la dirección. El 79% de los catedráticos y altos directivos docentes son hombres y sólo hay dos rectoras mujeres en Cataluña. Tan sólo el 30% de las personas que trabajan en la industria tecnológica son mujeres. En Cataluña, sólo hay diez mujeres al frente de startups. Y así, sucesivamente...
Ahora, la pregunta inteligente es: y por qué pasa esto?
Esto pasa porque arrastramos una sociedad patriarcal dividida en roles milenarios según el sexo. Dónde al hombre se lo educa para triunfar, para tener ambición, para tener éxito profesional y social y a la mujer se la enseña a ser prudente, a ser conveniente, a ser madre y a estar al servicio de los otros. Nuestra sociedad se ha creado siguiendo esta dualidad y el mundo profesional se ha organizado con estructuras, horarios, costumbres y hábitos que sólo perpetúan una cultura empresarial obsoleta, piramidal y jerárquica basada en el presencialisme más que en los objetivos, la productividad y la eficiencia, con prejuicios y sistemas de creencias ancestrales en los cuales la autoridad está representada por el hombre y que tienen poca meritocràcia y transparencia. Todo esto, unido al hecho que no hay corresponsabilitat en los trabajos domésticos y de cura, hace que las mujeres carguen a sus hombros dobles jornadas, sino triples.
Las mujeres nos pensábamos que demostrar mucha responsabilidad y mucha eficiencia nos traería al éxito profesional, pero no ha sido así. Somos responsables, somos buenas, capaces, inteligentes, grandes y fuertes. El que necesitamos es desmontar estos micromecanismes que no sólo no nos dejan crecer, sino que obstaculizan que como sociedad nos podamos beneficiar de las capacidades del 50% de la población, que son mujeres.
Hoy, dejadme soñar y, por un momento, dejadme plantar una pequeña semilla a vuestra imaginación, la semilla del mundo que queremos las mujeres.
Cuando yo era pequeña, cada día mi madre, madre de seis hijos, perseguía mi padre por el pasillo, de habitación en habitación, mientras él se arreglaba, se peinaba y se ponía el abrigo. Mi madre le explicaba cosas de los hijos y de la comida que tendría que preparar por todos. Era una plegaria que duraba muy bien media hora y que acababa con las palabras de mi padre: "De acuerdo, cuánto necesitas?" Mi madre le pedía dinero para ir a la plaza. Cada día, día detrás día. Algunas veces él se había ido sin darle y mi madre hacía magia con restos de aquí y de allá. Su vida y la vida de sus hijos pendientes que mi padre le diera un billete o decidiera no hacerlo o, simplemente, se olvidara.
Mi hija pensaba que todo esto era una historia de cuando mandaba Franco, de cuando había la dictadura, del pasado, de un pasado muy lejano.
Unos años después de formarse en las mejores universidades de nuestro país, de hacer un máster al extranjero y de adquirir cierta experiencia, la seleccionaron por un lugar de alta dirección. Estaba muy contenta, era el trabajo que le gustaba, a una empresa muy reconocida y lo fue a celebrar con unos amigos. Aquella noche, contentos de su independencia, hicieron una cata entre los amigos para saber qué cobraban. Mi hija se dio cuenta que, a pesar de que el nuevo cargo era muy reconocido socialmente, ella cobraría casi la mitad que sus amigos hombres por cargos similares. No lo entendía. Fue a hablar con el director de Recursos Humanos y le dijo: "Si fuera hombre, cobraría mucho más, verdad?" Él le contestó: "Por supuesto, pero no lo podrás cambiar".
Esto pasaba a principios del 2000, en pleno crecimiento económico.
Los indicadores en clave de género que hemos creado desde el ODEE nos han dado una diagnosis clara de la situación de las mujeres en el mercado laboral y en la sociedad y también nos ayudan a entender las causas y las consecuencias de esta situación.
La brecha salarial llega al 25%: una mujer cobra un 25% menos que un hombre por el mismo puesto de trabajo. El 67% de las empresas catalanas no tienen ninguna mujer a la dirección. El 79% de los catedráticos y altos directivos docentes son hombres y sólo hay dos rectoras mujeres en Cataluña. Tan sólo el 30% de las personas que trabajan en la industria tecnológica son mujeres. En Cataluña, sólo hay diez mujeres al frente de startups. Y así, sucesivamente...
Ahora, la pregunta inteligente es: y por qué pasa esto?
Esto pasa porque arrastramos una sociedad patriarcal dividida en roles milenarios según el sexo. Dónde al hombre se lo educa para triunfar, para tener ambición, para tener éxito profesional y social y a la mujer se la enseña a ser prudente, a ser conveniente, a ser madre y a estar al servicio de los otros. Nuestra sociedad se ha creado siguiendo esta dualidad y el mundo profesional se ha organizado con estructuras, horarios, costumbres y hábitos que sólo perpetúan una cultura empresarial obsoleta, piramidal y jerárquica basada en el presencialisme más que en los objetivos, la productividad y la eficiencia, con prejuicios y sistemas de creencias ancestrales en los cuales la autoridad está representada por el hombre y que tienen poca meritocràcia y transparencia. Todo esto, unido al hecho que no hay corresponsabilitat en los trabajos domésticos y de cura, hace que las mujeres carguen a sus hombros dobles jornadas, sino triples.
Las mujeres nos pensábamos que demostrar mucha responsabilidad y mucha eficiencia nos traería al éxito profesional, pero no ha sido así. Somos responsables, somos buenas, capaces, inteligentes, grandes y fuertes. El que necesitamos es desmontar estos micromecanismes que no sólo no nos dejan crecer, sino que obstaculizan que como sociedad nos podamos beneficiar de las capacidades del 50% de la población, que son mujeres.
Hoy, dejadme soñar y, por un momento, dejadme plantar una pequeña semilla a vuestra imaginación, la semilla del mundo que queremos las mujeres.
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