El año 2006 di por acabada mi etapa profesional en la UOC, después de once intensos años en los que para sorpresa de todos pusimos en marcha la primera universidad virtual del mundo. Tocaba cambiar de aires y no era fácil decidir qué nuevo proyecto abrazar.
Una de las propuestas más interesantes que tuve encima de la mesa fue incorporarme al equipo fundador de una nueva empresa de consultoría muy orientada al sector público, en concreto a ciudades y gobiernos. En el equipo había mucho talento en planificación estratégica, pero sobre todo había uno de los socios con una increíble agenda institucional e internacional. La combinación era potente y nos permitía acceder a agendas del máximo nivel con ideas realmente ambiciosas. Este socio clave era alguien no solo muy bien conectado, sino también con la vida resuelta. Me pareció perfecto, pues me hizo pensar que nos poníamos a ello para ayudar y hacer bien las cosas. No os riais, que de eso hace casi veinte años y yo era aún más joven que ahora.
La combinación era potente y nos permitía acceder a agendas del máximo nivel con ideas realmente ambiciosas
Estuvimos semanas definiendo el tipo de servicios que podríamos ofrecer, la red de colaboradores, la marca, el posicionamiento, los primeros contactos comerciales y los primeros presupuestos. Me inquietó observar que la mayoría de estas primeras conversaciones eran con responsables de un mismo color político, pero me aseguraron que trabajaríamos con todo el mundo y lo creí. Se acercaba el día de ir al notario y constituir la empresa.
Ese fin de semana fui a ver a mis padres, en Siurana d’Empordà. Fueron a vivir allí cuando yo era pequeño para ayudarme con mi asma. La tramontana que lo seca todo era la mejor medicina contra la humedad que me hacía tanto daño. Ese atardecer soplaba y yo había llegado un poco cargado, así que después de saludar me abrigué y salí a dar un paseo, a que me diera el aire.
Os tenéis que imaginar la escena. El día se apagaba con un precioso cielo rojizo, la tramontana soplaba fría y no había nadie por la calle. Fui a recogerme al rincón del campanario y me senté a disfrutar de los colores y el momento. Pasado un buen rato, en medio de ese silencio, llegó Joan, arrastrando los pies y moviéndose muy poco a poco. Boina, pantalones de pana. Palillo en la boca. Diría que me miró, pero no estoy seguro. Se sentó un poco más allá, también a disfrutar del cielo, y pasado un rato me miró y me dijo “ehh” mientras levantaba un poco la barbilla. Me saludaba. Le sonreí y también sin prisas le respondí “ehh”. Sabía que era vecino del pueblo, pero era el primer día que nos decíamos alguna cosa.
Pasado un buen rato me dirigió la palabra, muy despacio, como quien no tiene demasiadas ganas de hablar y sin levantar demasiado la voz: “qué dicen, chaval, ¿Qué cambias de trabajo?”. Sonreí imaginando a mi madre explicando mis aventuras en la plaza del pueblo, y también sin prisas contesté “puede que sí”.
Sonreí imaginando a mi madre explicando mis aventuras en la plaza del pueblo
No dijo nada más y continuamos mirando el cielo rojizo. Pero pasado un buen rato me miró y de nuevo muy lentamente me preguntó “¿mozo, o amo?”. No me preguntó de qué sería mi trabajo, ni de qué sector, ni si ganaría mucho dinero, ni si seríamos mucha gente, ni dónde estarían las oficinas… solo me preguntó “¿mozo, o amo?”. Estuve a punto de responder que amo porque yo sería uno de los socios, pero por suerte la conversación era lenta, así que rectifiqué. Claramente, el socio importante pesaba mucho más que yo, y respondí “mozo”.
Ya empezaba a oscurecer, y después de una pausa sorprendentemente larga me volvió a preguntar “el amo, ¿necesita el dinero?”. Desarmado, contesté “No”.
“¿Ya sabes lo que haces, chaval?”. Y se fue.
¿Mozo, o amo? Mozo.
"¿El amo necesita el dinero? No. ¿Ya sabes lo que haces, chaval?”.
A la mañana siguiente llamé avisando que no iría al notario, me desvinculé del proyecto y busqué otros caminos.
Sabiduría ampurdanesa.