El otro día hablaba con un amigo y bromeaba de mis gustos, según él, rurales. “¿Esto también lo hacías, cuando eras pequeña, en tu casa?”, me decía en su habitual tono burlesco. Es divertido pensar que alguien me percibe como persona rural. En casa siempre me han dicho que soy más de ciudad que un semáforo. Pero cuando me rodeo de personas que viven, han vivido, y prevén vivir siempre en la ciudad pienso que soy, pese a todo y salvando todas las distancias, a una mujer rural.
El otro día hicimos un ejercicio en clase donde debíamos dibujar nuestra casa ideal. La mía resultó ser una casa de piedra y madera rodeada de ríos, bosques, un huerto y verde, que diría mi abuela. Mucho verde. En ese momento caí en que nunca me había conceptualizado a mí misma como una mujer de bosque, de pueblo o de naturaleza. Siempre que he podido me he marchado a la ciudad, no soy una persona que vaya mucho de excursión a la montaña, ni tampoco tengo ningún tipo de conocimiento del medio extremadamente profundo, en mi opinión, más allá de saber el nombre de cuatro hierbas, las setas que no se pueden tocar o cómo limpiar un bosque para que respire.
Soy muy feliz cuando veo que soy capaz de solucionar un problema con una valla o hacer crecer una planta, porque es una demostración clara de que, a poco que sea, algo sé, de estas cosas
Supongo que todo ese conocimiento le debo a mi padre. Saber admirar la naturaleza y ver sus detalles más recónditos, saber volver a casa y sumergir las manos en la tierra; entender el valor que tiene un calabacín que nace en el pequeño huerto del jardín. Mirar al horizonte desde el porche y pensar en lo privilegiada que eres, de poder estar rodeada de árboles, campos, bosques y nubes. Del privilegio que ha sido durante todos estos años poder vivir entre nubes, bosques, campos y árboles. Por eso, cuando me voy, siempre queda un trocito de corazón enterrado en ese lugar, donde podemos volver siempre en recuerdos o cuando volvamos a casa durante las vacaciones. Supongo que por eso es tan fácil, a pesar de todas las contradicciones, amar a mi tierra. Y por eso soy muy feliz cuando veo que soy capaz de solucionar un problema con una valla o hacer crecer una planta, porque es una demostración clara de que, a poco que sea, algo sé, de estas cosas.
Cuando pienso en la tierra pienso en mi familia por parte de papá, porque se la conocen mejor que nadie y saben cuidarla, pero también en la familia de mamá, especialmente la abuela, que sabe hacer crecer las plantas como nadie. Pienso en mi infancia, pienso en lo que me gustaría ser y en la vida que me gustaría dar a los hijos que todavía no sé si quiero tener. Nunca pensé en mi región como una región tan rural como la veo ahora que estoy lejos. Pero nunca antes había estado tan orgullosa de ella. La gente de ciudad quizá podía volver a casa en metro durante la adolescencia, pero yo los domingos por la mañana podía podar hiedras o cortar troncos, aprendiendo a ponerlos en pilas que podían aguantar establos todo el invierno.
Nunca pensé en mi región como una región tan rural como la veo ahora que estoy lejos. Pero tampoco nunca había estado tan orgullosa
Algunos de mis amigos también son mucho de la tierra. Pol, por ejemplo, entiende perfectamente lo que digo cuando me pongo nostálgica recordando cuando cortábamos troncos para cuidar en el bosque, cuando le digo que voy al parque a Amsterdam cuando siento que necesito estar tranquila un rato. No hay nadie que entienda mejor lo que es el caliu de la llar de foc que Marta. Era bonito cuando, con Marina, nos mirábamos el jueves antes de salir del trabajo y decíamos “que vaya bien por casa”. Por eso entendimos enseguida que Andreu quería estar cerca de su hogar, y nunca insistimos en que se quedara. Por eso cuando vuelvo a casa y veo a mis amigos y las vidas que llevan, soy feliz de pensar que ellos siguen aquí. Porque no hay nada como estar cerca de la tierra que amas.