En todas las películas romanticoides de la gran empresa cinematográfica se repite un fenómeno que hace unos días que empieza a molestarme. La protagonista, lejos de ser una mujer empoderada y segura de sí misma, siempre repite una serie de características relacionadas con la inseguridad, la inconsciencia de la propia belleza o atractivo y una tendencia aparentemente natural a ser una torpe.
Se le caen las cosas, llega tarde y todo le sale al revés. Este fenómeno se repite demasiado para tratarse de una casualidad. Una mujer que no tiene conciencia de su valía es una mujer inofensiva. Una mujer que no tomará las riendas de su vida porque se creerá incapaz o demasiado atrevida para tomar este giro radical ella sola. Es justamente esto lo que hace de ella la expresión más fidedigna de un neopatriarcado encubierto bajo una superficial capa de wokeísmo y liberación sexual.
Así, las mujeres hemos ido reforzando los patrones de mujer inofensiva, la chica guapa y mona, que hace gracia porque es patosa, mientras pensamos que éramos las más feministas del barrio por tener un satisfyer bajo el cajón de la mesita de noche. Y es que ese proceso de mimetización responde a un temor irracional a ser descubierta como una mujer inteligente.
Las mujeres hemos ido reforzando los patrones de mujer inofensiva, la chica guapa y mona
A lo largo de los años, muchas hemos acentuado este estereotipo de mujer destralera cuando nos relacionamos con otras personas. Con las mujeres, para evitar competiciones de género absurdas y demostrar que no, que no éramos mejor que las demás porque mira, pobrecita de mí, no sé cocinar ni organizarme la vida. De cara a los hombres, lo has hecho porque sabes que seremos menos percibidas como una amenaza si te muestras un poco torpe.
Porque ligar es mucho más fácil emulando a las mujeres de las películas, cuquis y guapas y simpáticas y perfectas en su inocencia impostada, que no diciendo que, en realidad, a ti lo que te gusta es el humor negro, fumar a escondidas en el balcón y leer autores que hacen apología de la absurdidad de nuestra existencia.
En realidad, si lo miramos detenidamente, veremos que todo este fenómeno culmina en una infantilización ridícula, pero eficiente que permite reducir, con un ademán condescendiente, a las mujeres brillantes. ¿Por qué puede ser mejor recibido, más adorable y aceptante, que una mujer guapa y simpática, extremadamente brillante, pero que, verdad, mira, ahora le ha caído todo por el suelo? Las mujeres cuquis hacen gracia y las mujeres seguras de sí mismas dan miedo. Por eso muchas, ante el miedo a ser temidas, nos camuflamos bajo una capa de inofensiva destraleria para ponernos, de alguna manera, en una zona de seguridad.
Las mujeres cuquis hacen gracia y las mujeres seguras de sí mismas dan miedo
En Communion, la búsqueda femenina del amor, Bell Hooks explica que el encanto de las mujeres inteligentes es lo que las hace tolerables ante su contexto social. En la obra muestra el caso de un hombre que apoyó a su pareja para crecer, desarrollarse e instruirse hasta que ella pasó a ser una mujer mucho más conocida que él. Es entonces cuando su masculinidad se ve herida y la abandona sin aparente motivo.
Tenemos miedo a las mujeres inteligentes porque suponen un desafío al sistema y las mujeres inteligentes temen ser descubiertas y se camuflan en la inferioridad, los complejos corporales o excusas justificatorias absurdas cuando se les reconocen sus méritos.
Es imperativo que las mujeres nos quitemos la máscara veneciana y nos mostremos tal y como somos, sin edulcorantes ni suavizantes, a prueba de fragilidades patriarcales. Que nos mostremos poderosas, o fuertes, o vagas, o valientes o sensibles, pero que, por favor, dejemos de chocar con el personal, de ir con los papelitos mal ordenados o de fingir ser menos de lo que somos por miedo a asustar a nadie. Que ya estamos hartas, de ser la torpe inofensiva.