Nos hemos quedado sin tiempo para querer. En estas vidas supercompletas que nos hemos montado, donde cada vez hilamos más fino en los sistemas organizativos de nuestras jornadas para que nos quepan muchas horas de trabajo, unas cuantas familiares, deporte, ocio, más formación, cultura y un poco de naturaleza -ni que sea respirar dos minutos en un mirador o delante del mar-… nos hemos quedado sin tiempo para querer.
Sin tiempo para dar pie a conversaciones lentas, para echar una mano al amigo que está de mudanza o para acompañar a nuestra madre a ver aquella obra de teatro que le hacía tanta ilusión ver y que, por cierto, está haciendo ya sus últimas funciones. Nos hemos quedado sin tiempo de hacer el vago en el sofá con la persona que queremos, sin tener el encefalograma plano porque ya lo hemos dado todo mentalmente las 23 horas restantes del día. O sin tiempo para conocer a gente nueva y dar pie -y tiempo- para que se nos dibuje una sonrisa tonta en la cara. Y mira que estas aplicaciones para ligar, justamente, combaten la falta de tiempo… pero claro, a lo que ofrecen tampoco se le puede llamar amor.
Que quizás hay quien me lee y piensa que soy una exagerada y una desorganizada, que claro que hay tiempo. Y quizás no van desencaminados. Pero no estoy hablando de mi caso personal, sino del de una sociedad -la nuestra- cada vez más individualista, donde la libertad va por delante de la responsabilidad. Una sociedad líquida, con vínculos más débiles, menos ligada a la familia, que tiene miedo al compromiso, que da la espalda a la gente mayor y que, desgraciadamente, arrastra una tasa de suicidios que no ha dejado de crecer en los últimos 10 años.
El otro día, en el congreso Woman Evolution Barcelona, compartí panel con la psiquiatra Amanda Rodríguez, autora del libro Siente lo que comes, que hablaba de la conexión que hay entre nuestro cerebro, nuestro aparato digestivo y nuestras emociones. Defendía, primeramente, la conexión de estos tres elementos con ejemplos muy prácticos de nuestro día a día: "Cuando estamos enamorados sentimos mariposas en el estómago, cuando estamos nerviosos lo que sentimos es un nudo, cuando estamos estresados hay quien tiene descomposición…". No es nada nuevo: lo que pensamos y lo que sentimos tiene un efecto directo en nuestra salud. O dicho de otro modo: somos lo que pensamos y lo que sentimos. Y una vuelta más: sentimos con el cuerpo.
"Esta mentalidad que impera en nuestros días respecto a la productividad ha perjudicado gravemente el tiempo de las relaciones"
De hecho, la doctora analizaba en su sesión todos aquellos mecanismos que están implicados en las enfermedades mentales y las depresiones (el 25% de la población lo sufrirá en algún momento de su vida según la OMS): la microbiota, el sistema inmunitario, la permeabilidad del intestino, los fármacos, la dieta… y -ojo- el estrés y el patrón relacional. Y me quiero parar en estos dos últimos, los que están en nuestras manos, y hacer una reflexión sobre el tipo de vida que estamos llevando y, sobre todo, dónde estamos ubicando nuestras relaciones en estos sistemas organizativos de nuestras jornadas que mencionaba al principio.
"Nos faltan relaciones íntimas y con hondura". Así lo denunció Amanda Rodríguez. Contundente. De hecho, dijo literalmente que para tener salud mental y física no basta con cuidar la dieta, hacer ejercicio y dormir bien, que hay que "nutrirnos de vida". Es decir, "cuidarnos a nosotros y cuidar nuestro entorno". Cuidarnos a nosotros tiene que ver también con cuidar al otro, con que nuestro alrededor -y sobre todo aquellos a quienes queremos- estén bien. Y quizás esta mentalidad que impera en nuestros días respecto a la productividad ha perjudicado gravemente el tiempo de las relaciones y ha provocado una crisis de los cuidados.
Por muy productivos, autónomos y autosuficientes que seamos, no podemos solos. Necesitamos de los demás. Le robo una última cita: "Somos autónomos pero dependientes de los demás". Y esto no nos hace más frágiles. Sino que entender que vivimos conectados a nuestro entorno social y medioambiental, nos puede hacer más capaces y fuertes. Y más felices también.
De hecho, el libro Una buena vida, de Robert Waldinger y Marc Schulz, concluye algo parecido. El libro es el resultado de un estudio hecho por la Universidad de Harvard a centenares de personas durante muchos años de su vida con el objetivo de responder una pregunta: ¿qué nos hace felices? La conclusión -disculpadme el spóiler- es que el factor que más influye en nuestra felicidad no son la salud ni el éxito profesional, no es cuánto ganamos ni dónde vivimos; son las relaciones personales que tenemos. La calidad de estas relaciones. Ahora bien, tendremos que hacer tiempo para querer(nos).