Mis amigos están haciendo lo que toca cuando tienes pocos años antes de los treinta: arraigan. Poco a poco, algunos; de forma descarada, otros. Empiezan a buscar un lugar donde anidar, a emparejarse de forma estable, a buscar ocupaciones que los llenen, pero tampoco les agobien demasiado, y a dejar ir los aires de grandeza que habíamos tomado cuando pensábamos que ser presidentes de la ONU era lo mejor a lo que podíamos aspirar para ser felices.
Algunas amigas se han ido a vivir lejos, otras han vuelto al pueblo, y otras nadamos en medio de aguas sublevadas, picando un poco de aquí y de allá, porque no hemos encontrado, aún, un lugar lo suficientemente luminoso, lo suficientemente seguro, lo bastante estable o lo suficientemente tierno para permanecer un rato largo. Con las amigas, el otro día, pensábamos en qué adulta seríamos, dentro de diez o quince años. Todo el mundo dijo que una sería madre de muchas criaturas, y que la otra nunca dejaría de salir los sábados. Otras decían que la de mi lado volvería a su país de origen y tendría una casita en la periferia boscosa, pero yo, aunque surgieron algunas opciones, empecé a pensar: ¿dónde me gustaría estar, de aquí diez o quince años, suponiendo que el mundo aún no haya terminado?
Cuando cumplí veintiséis años pensaba que se me había terminado el mundo. Leyendo Matar al nervio de Anna Pazos me topé con una frase que no creo que ella misma pensara que afectaría tanto a ninguna lectora: "Gracias a Dios después pasa, pero con veintiséis siempre piensas que llegas tarde a todo por todas partes". O algo así. El caso es que, desde que he cumplido veintisiete, siento que este sentimiento se ha desvanecido completamente. Ahora me siento como si fuera una criatura adulta, una persona con experiencia suficiente para que no le tomen (tanto) el pelo, pero todavía con un enorme camino por recorrer ante él.
"Cuando cumplí veintiséis años pensaba que se me había terminado el mundo"
Siento que, después de un invierno demasiado largo y de emociones fuertes, silenciadas por una rutina impuesta, vuelvo a ver la luz y las posibilidades que toda vida tiene ante sí. Que algunas decisiones no dependen de mí misma, pero otras muchas sí, y pienso centrarme en estas. Este pequeño descubrimiento que ya sabía (y que, como todos los descubrimientos, solo hacía falta sacar el velo que me impedía reconocerlo), me ha permitido mirar el futuro y el presente de forma más agradable, tierna y agradecida. Pensando que, bien mirado, todavía soy una criatura formándose y aprendiendo de sus errores despacio, pero con paso firme.
Cuando hablábamos, no sé por qué, se me ocurrió un título que una vez me hizo mucha gracia a una librería. Lectura fácil. Ni dueño, ni dios, ni marido, ni partido de fútbol, de Cristina Morales. "Mira, casi como yo", pensé en ese momento, y me hizo sonreír pensando que, si un título podía no tener todas esas cosas, yo sobreviviría perfectamente sin ellas.
Tengo la sensación de que quizá termine siendo perfectamente normativa, o siempre seré aquella tía rara, con amigos de todas partes y aventuras alocadas en el amor y los viajes que se marchó y no regresó hasta que fue la hora de regresar. Y es que quizás yo no sea la tía que vivirá en una casa con su familia, ni llevaré a los primos a entrenamiento en coche, ni me deje una entrada descomunal para comprar un pequeño piso en el centro de una ciudad media. Quizás tampoco tendré conversaciones muy interesantes con las otras madres de la escuela, ni tampoco un animalito simpático que me siga allá donde vaya, pero que me odie por utilizarlo como terapia gratuita.
"Tengo la sensación de que quizá termine siendo perfectamente normativa, o siempre seré aquella tía rara, con amigos de todas partes y aventuras alocadas en el amor y los viajes"
Cuando miro atrás, veo la juventud de mis padres y siento añoranza de un tiempo que he vivido de forma colateral, solo como un pequeño testimonio que ahora solo se mantiene borroso en la memoria. Durante mucho tiempo pensé que yo debería conformarme con una vida que solo le llegaría a la suela de los zapatos, porque ellos hicieron muchas cosas que yo ya sé que solo podría conseguir con un golpe de suerte y que, seguramente, si tengo criaturas, no podría darles ni una cuarta parte de lo que ellos me ofrecieron a mí. Pero después creo que aquella era su vida, su época y sus oportunidades y sus pérdidas, pero que yo también tengo las mías. Que yo he vivido en cuatro países, he viajado más que la mayoría de la población del mundo, me he formado muchísimo y he podido participar en programas de formación que en su época, sencillamente, no existían.
Mi padre siempre decía que sus padres habían trabajado duro para huir de la pobreza, que él y mi madre habían trabajado mucho para poder darnos a nosotros todas las oportunidades posibles, y que era la tercera generación, la mía, la que tenía que trabajar para hacer del mundo un sitio mejor donde vivir. “De la forma que quieras, froggy. Pero hazlo”. Por eso, a veces, cuando veo que no tengo ni coche, ni casa, ni perro, ni pareja, caigo en el hecho de que tengo un máster, una maleta, una gran comunidad de amigos y un ordenador para escribir desde donde quiera.