Sobre el precio de las cosas se ha teorizado mucho. ¿Es caro un objeto o un servicio determinados? ¿Por qué una cosa es cara cuando el valor que se le ha añadido es bajo? Hace tiempo que se detectó que el precio de cualquier bien o servicio dependía de la cantidad disponible y de la cantidad de gente que quería adquirirlos. El ejemplo más claro lo tenemos en el mundo del coleccionismo. Imaginen que existieran únicamente dos ejemplares de un sello que, por las razones que sean, son muy preciados. Y tuvieran, en consecuencia, un valor elevado -primera paradoja, tienen un precio elevado no por el valor intrínseco del material y el trabajo empleado, sino porque hay pocos-. Y ahora imaginen que un individuo destruyera uno de los ejemplares y, entonces, solo quedara un en todo el mundo. Automáticamente el ejemplar que permanecería adquiriría un precio más alto. La segunda paradoja es que el aumento de precio no ha sido consecuencia de añadir valor a los ejemplares, es decir, construir algo. Todo lo contrario: la variación de precio ha sido fruto de la destrucción.
Lo que he dicho hasta ahora, sirve para todo. Para la comida también. La prueba la tenemos en el encarecimiento de los productos a raíz la guerra de Ucrania. Aunque alguien me tendría que explicar por qué Ucrania se ha convertido en pieza clave de la hambre mundial. No lo entiendo y alguien nos tendría que clarificar el misterio. Ucrania siempre ha sido un país pobre y de productividad escasa. Me temo que en este asunto alguien nos está levantando la camisa y se está haciendo de oro.
La CEE decidió que una Europa en paz no podía pasar hambre en el futuro
En una democracia social de derecho -que son las imperantes en Europa- el hecho de los precios se ve muy alterado por la acción de los gobiernos. Tanto desde el aspecto finalista -subvenciones sobre los precios directamente- como en la administración de la estrategia nacional: los gobiernos que gobiernan -no es nuestro caso- impulsan o penalizan a sectores enteros para beneficiar -vuelvo a insistir, no es nuestro caso- a la población. Es así que, por ejemplo, la Unión Europea ha considerado durante decenios -desde su constitución como simple Comunidad Económica Europea (CEE)- que la agricultura se tenía que subvencionar. Las razones han sido diversas y algunas, hoy en día, no tienen sentido. Pero, en general, las cosas se han hecho bien. Uno de los motivos para esta estrategia fue evitar en el futuro los grandes hambres que habían asolado Europa. Los nacidos en la década de los 1950 sabemos por nuestros padres una cosa que nos parece hoy inimaginable: ellos pasaron hambre. La CEE decidió que esto, en Europa, no debía tener lugar nunca más. Una Europa en paz no podía pasar hambre en el futuro. También es cierto que la agricultura francesa tiene un peso importantísimo entre el electorado y Francia defendió estos intereses.
La realidad es que la agricultura francesa, a pesar de todos los inconvenientes, hace tilín. Uno solo tiene que asistir a cualquiera de los centenares de mercados que se instalan semanalmente en todos los pueblos de Francia. No es nuestro caso, donde la tomadura de pelo de los denominados "mercados" es evidente. Empezando por el de Vic, que reclama una notoriedad que no merece toda vez que es un simple distribuidor de Mercabarna y otros productos de frescura e inmediatez inexistente. Tiendo a pensar que la distribución de las ayudas comunitarias al campesinado español son de una gran inutilidad y tienen un carácter discrecional que los hace escasamente productivos.
Los catalanes, sin llegar a la excelencia francesa, disfrutamos de unos productos de alta calidad, pero no estamos dispuestos a pagar lo que cuesta producirlos. Esta es la realidad
Todo este rollo lo suelto porque tengo la vivísima impresión de que los catalanes no pagamos lo suficiente por los bienes alimentarios que consumimos. Si ustedes visitan cualquier gran cadena de distribución catalana -también extranjera, especialmente alemana- observarán que todo tiene un precio irrisorio. O a mí me lo parece. Que un kilo de pollo del Delta vaya a cinco euros me parece un delito. Ya sé que mucha gente lo pasa mal y llega justa final de mes. Pero esta es otra discusión: la de los ingresos y bajos salarios que se pagan en España. Lo que planteo aquí es diferente. La gente paga una lubina o una dorada de piscifactoría a 11 o 12 euros el kilo, y no está dispuesta a pagar por productos excelsos el precio que toca y que es muy inferior al de estos peces que, para que lo sepan, venden de Grecia o Turquía muchos de ellos.
Los catalanes, sin llegar a la excelencia francesa, disfrutamos de unos productos de alta calidad, pero no estamos dispuestos a pagar lo que cuesta producirlos. Esta es la realidad. ¿Se han preguntado alguna vez por qué em los sótanos de los mataderos -allí donde se hace el trabajo más duro del despiece (alboroto, olores, trabajo en cadena, etc.)- siempre trabaja gente de raza negra? Los catalanes nos hemos acostumbrado a comer como señores mientras pretendemos estrangular a los que hacen esto posible de acuerdo con un supuesto derecho social. Hay que decir que la tendencia a practicar comportamientos miserables es muy nuestra y lo explotamos en todos los sectores -¡incluso la consultoría!-. Por eso hay que dar la bienvenida y apoyo a los productos de precio justo como han puesto en marcha determinadas cadenas de distribución. Han empezado por la leche. Pero si deseamos una economía agroalimentaria (importantísima para el país) más justa y sostenible tenemos que empezar por pagarla mejor. No hablamos de grandes cantidades, pero hace falta ponerse, y ante dos productos hay que escoger, aunque sea un poco más caro. Del mismo modo que tenemos que abandonar la idea que al personal sanitario no se le paga con ridículos aplausos desde el balcón, también tenemos que asumir que al agricultor no se le paga enviando a los hijos a visitar granjas y acariciar conejos, haciendo ver que plantan nabos, mientras se estrangula el sector con la otra mano.
P.S. – Un buen amigo me llama la atención sobre el hecho que el encuentro de este año del