Vivimos en una encrucijada de la historia, uno de esos momentos en que acaba una época y empieza otra. Estamos presenciando el final de la sociedad industrial y la llegada de la sociedad digital y el resultado son unos tiempos extraños, porque tan cierto es que el modelo antiguo funciona cada vez peor como que el nuevo ni está claro ni acaba de funcionar. Conviven los exaltados por lo nuevo con los enamorados de lo viejo.
La sociedad industrial ha estado marcada por el orden y los procedimientos. Para hacer las cosas a escala industrial ha sido necesario ordenar los procesos y asegurar que se pueden ejecutar sistemáticamente garantizando el resultado. Diseño de procesos, asegurar la calidad, normas ISO, control de tiempos, productividad, métricas, eficiencia… Acumulamos siglos de obsesión por la definición de modelos, métodos y sistemas. Hemos normativizado tanto las cosas que cada vez nos resulta más difícil introducir cambios, ya que si proponemos cualquier cambio debemos garantizar que lo nuevo será como mínimo igual de eficiente, sólido y fiable que aquello otro que queremos modificar. Bienvenido el cambio sólo si el resultado es estable. Cuesta tanto introducir cambios que ya hace años que el gran tema en las escuelas de negocio es la innovación.
El paso a la sociedad digital pide reconsiderar cosas e introducir cambios. De hecho, implica reconsiderar casi todas las cosas e introducir cambios radicales en casi todas partes. Banca, seguros, universidades, ocio, deportes, comercio, turismo, confección, música, cine… todo está llamado a cambiar. El problema es que el modelo digital aún está en construcción y por tanto los cambios que ahora proponemos no se pueden considerar estables. Los modelos artesanales del siglo XVIII han sido elevados a escala industrial durante décadas y siglos, y ahora nos toca revisarlos profundamente para adaptarlos a un modelo digital que aún no podemos concretar ni precisar. Sabemos que la banca ha de cambiar pero no sabemos cómo acabará el tema de las criptomonedas, sabemos que los servicios sociosanitarios cambiarán pero los datos personales de salud están desagregados entre hospitales, laboratorios, apps y fabricantes de aparatos electrónicos, sabemos que esto de las notarias y los registros administrativos tendrá que cambiar pero no sabríamos decir cuál será el modelo de futuro. Somos hijos de la sociedad industrial y padres de la sociedad digital. Somos la generación que ha de introducir cambios disruptivos sin conocer el modelo final que estamos proponiendo.
A diferencia de la ortodoxia industrial, que tenía la expectativa de ofrecer una cierta estabilidad, ahora toca introducir cambios que con toda certeza caducarán de una manera vertiginosa. Toca proponer cambios a los cambios acabados de hacer, y los coetáneos de mentalidad industrial fácilmente lo pueden considerar un síntoma de indecisión, inestabilidad o debilidad, y cuando piden explicaciones nadie les puede ofrecer un horizonte estable. Pese a que apuntamos hacia una nueva sociedad digital, en la práctica todo el mundo está gestionando de una manera insoportablemente cortoplacista. Lo que antes eran planes estratégicos ahora son planes de acción, y cuando alguien pide una reflexión a diez o quince años vista, todo el mundo ries diciendo que es imposible porque ahora todo es vertiginosos e imprevisible.
Llegados a este punto es crítico entender qué lleva a las personas a asumir que algo debe cambiar. En general las personas normales tienen una cierta resistencia al cambio, porque cambiar provoca incertidumbre, incomodidad y riesgo. Para poder acompañar a vencer estas resistencias hay que apoyarse en las razones que llevan a alguien a aceptar los cambios, y estas razones son básicamente tres: por miedo, por ilusión o por responsabilidad. La primera, el miedo, es una amenaza, un riesgo. Es el caso de las empresas con malos resultados que necesitan desesperadamente modificar la cuenta de explotación, o las que están perdiendo competitividad de una manera grave bien sea por una disrupción tecnológica o porque han perdido talento o algún activo crítico, o las que han estado afectadas por un cambio legislativo o una situación geopolítica… El miedo, la necesidad, es un gran motor de cambios. Un segundo motor es la ilusión, el deseo. La oportunidad de conseguir un nuevo mercado, la emoción de un nuevo producto o una nueva patente, la ambición de un nuevo equipo directivo, las ganas de impresionar a alguien. Miedo y deseo son los dos grandes motores de la humanidad. El tercero es la responsabilidad. Hacer cambios porque si está a nuestro alcance tenemos la responsabilidad de mejorar las cosas. Es el motor que debería estar moviendo los cambios que necesita nuestra administración o nuestra justicia, y en general la mayoría de los servicios públicos: por responsabilidad.
Puede parecer demasiado primario, pero en el fondo cada situación de cambio responde básicamente a uno de estos motores, y eso significa que la naturaleza de ese cambio es una y no otra. No se gestionan igual los cambios provocados por el miedo que los cambios provocados por la ilusión o la responsabilidad. Son atmósferas diferentes, expectativas diferentes, casuísticas diferentes, y por tanto los métodos, técnicas, roles y tempos también son diferentes. Ahora que estamos en tiempos de cambios hay que saber identificar la naturaleza de cada uno de los cambios que nos rodean, y eso nos ayudará a entender lo que pasa y porqué pasa de esta manera. Por ejemplo, todos los cambios que vivimos en nuestra política se hacen desde el miedo, y casi ninguno parece que venga de la ilusión o la responsabilidad. En el mundo de la empresa la ilusión es un factor habitual en los proyectos de emprendeduría pero no tanto en las empresas consolidadas, y se hace evidente que las técnicas de gestión han de ser diferentes en un caso u otro. Lo que es más preocupante del momento actual es que en general hay muy pocos cambios motivados por la responsabilidad y tenemos demasiados responsables gestionando con inercia sin ánimo de introducir cambios relevantes que nos lleven hacia el futuro.