Hay una cosa, una sola cosa, que me gusta por encima de todas las demás. Y después de esto siempre ha habido lo que se conoce popularmente como las artes. Mi madre fue una de esas madres que quería, por encima de todo, que las niñas saliéramos artistas. Artistas, no por una voluntad de hacernos famosas o interesantes, ni siquiera por una motivación de orgullo: mi madre, lejos de las tradicionales imposiciones de progenitores exigentes, quería que fuéramos libres de espíritu. Por eso tuvo el empeño, durante toda nuestra infancia, de estimularnos creativamente. El final de la historia es agridulce, porque ninguna de las dos hemos sido artistas, pero ambas hemos tenido y siempre tendremos una sensibilidad especial a la hora de relacionarnos con nuestro entorno.
Cuando era pequeña, una de las actividades creativas que más me gustaba era bailar. Durante la semana tenía clases de ballet y danza contemporánea dos o tres veces por semana, y recuerdo esperar con deleite ese momento para poder saltar y soltarme por la sala, sin restricciones, con mi ropa de colores y con mis compañeras, que eran tan o más alocadas que yo. Mi madre, en su carrera por la creatividad, me leía cuentos sobre danza. A pesar de no ser la mejor bailarina de la historia, hacía esfuerzos titánicos para enseñarnos, a mi hermana y a mí, cómo hacer un magnífico plié. Y nosotros reímos y reímos cuando papá volvía de trabajar y la miraba con cara de circunstancias, poniendo en cuestión sus capacidades como profesora de ballet particular.
Pero el sueño de la infancia llegó a una edad crítica, a un momento en el que el cuerpo cambia y las inseguridades se convierten en el orden del día. Me fui haciendo mayor y los terremotos hormonales de la adolescencia llegaron. No me sentía a gusto con mi cuerpo y, por tanto, tampoco bailando. Bailar se convirtió en una forma de juzgar mis movimientos y me sentía profundamente incómoda a la hora de bailar en grupo en la escuela de danza. Tenía una profesora maravillosa, Neus, que procuró por todos los posibles que me sintiera bien, cómoda y tranquila en mi torpeza. También me dio la oportunidad de ayudarle con las clases de danza inclusiva, una experiencia que le he agradecido muy poco a lo largo de los años, pero que me ha transformado profundamente la forma de entender la danza.
Bailar se convirtió en una forma de juzgar mis movimientos y me sentía profundamente incómoda a la hora de bailar en grupo en la escuela de danza
Si algo es extremadamente positivo de la adolescencia es que no es para siempre, y que rápidamente se convierte en un recuerdo amargo en la memoria. Por eso, después de años de bailar en un gimnasio y ganar coordinación, este septiembre me apunté a un curso llamado Dance to Share, donde probamos diferentes estilos de danza africana, desde el azonto al afrohouse. Mis últimos dos años no han sido fáciles, pero han supuesto un antes y un después en mi forma de entender la vida. También de la danza. Las diez o doce sesiones de ese intenso curso me ayudaron no solo a recuperar una práctica que me había encantado durante tantos años, sino también a reconciliarme con mi confianza personal y con mi cuerpo. Si no quieres a tu cuerpo, no puedes bailar por completo. Si no aceptas lo que tienes, nunca serás feliz. En los cuentos de danza que me leía mi madre, la protagonista, Tania, aprendía a bailar y bailaba en un parque mientras su madre la miraba. Recuerdo sentir la felicidad de Tania bailando cuando yo lo hacía de pequeña, pero hace unos años que había perdido la costumbre. Ahora, casi veinte años después, cierro los ojos cada martes para recuperar esa sensación. Supongo que por eso los martes se han convertido en mi día favorito de la semana. Y supongo que, justamente por eso, estaré siempre agradecida a María, mi actual profesora. Ahora, la que baila como en el cuento soy yo, mientras nos miramos con mis compañeras y sonreímos, contentas, de tener un momento así cada semana.