Nada dura para siempre, pero hay memorias que se quedan con nosotros, y nos acompañan en los momentos de nostalgia. Hay días de nuestra vida que recordaremos para siempre, y también hay días que se evaporarán hasta que, al cabo de unos años y sin previo aviso, saldrán de debajo de la alfombra llenos de polvo y nos harán sonreír. Supongo que todos tenemos de estos momentos, y son los que hacen que, tanto cuando estás lejos de casa como cuando vuelves, crean una sensación entre la felicidad, la ternura y la falta.
Volver a un lugar en el que ya has estado es bonito por la mezcla que resulta entre los recuerdos que ya tienes y los que estás generando. Cada lugar revisitado se convierte en una maraña, y ahora tienes más conexiones con esa playa, esa costa o ese restaurante. Hay momentos que desearíamos que duraran para siempre, y es solo a partir del recuerdo y la visita que podemos reactivar.
Este domingo volví a una playa que llevaba cinco años sin visitar. Y fui a surfear por primera vez, aunque mentí a mis amigos diciendo que ya lo había hecho hace unos años. Sentir la costa en torno al agua y valorar todo lo que me evocaba fue un momento bonito, un momento que solo he tenido en otra playa a lo largo de mi vida. Un chapuzón, al fin y al cabo, es lo mismo en todas partes del mundo, pero hay chapuzones que haces de maneras diferentes, y con personas diferentes.
En Ciudad del Cabo también hay mejillones en las rocas, y también banderas en la playa, con la única diferencia de que hay sirenas que suenan cuando un tiburón se acerca. El domingo fue por una pequeña ballena que se perdió de camino. Después de dejar nuestras cosas en la tienda de alquiler de tablas y neoprenos, Cina nos explicó que había nadado un rato junto a la ballena antes de que sonaran las alarmas. Allí se creó una división clara entre los europeos y los sudafricanos en nuestra reacción: los europeos nos la miramos maravillados, mientras los sudafricanos se rieron, y nos explicaron que para ellos no era ninguna novedad ver una ballena. Las ven cada año, y no necesitan ni tan solo salir de la arena para hacerlo. Para mí es una locura adaptarse a ver ballenas a diario.
Si algo me gusta del carácter de los sudafricanos es que son simpáticos. Y aquí puedo generalizar porque, después de tres semanas, todavía estoy esperando encontrarme a alguien desagradable o antipático. Los sudafricanos vengan de donde vengan, saludan, te preguntan cómo estás, esperan la respuesta, y después van al lío. Cuando se termina la conversación, siempre hay un pleasure o have a good day. Primero pensaba que se debía a un trato de cortesía en los comercios y establecimientos turísticos, pero mis nuevas amistades hacen lo mismo conmigo, y también entre ellos.
Me gusta porque su amabilidad va más allá de la cordialidad: existe un deseo genuino de transmitir felicidad o, como mínimo, buenas intenciones. Y se contagia, porque en las tres semanas que llevo aquí ya estoy mucho más tranquila y, pese a los momentos de estrés, la ansiedad resuena como un recuerdo cercano y lejano de una realidad paralela. En un contexto político y social que puede ser duro e implacable, la amabilidad puede ser un faro de esperanza.