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Sobreprotección física, desprotección digital

06 de Junio de 2024
Josep Maria Ganyet | VIA Empresa

El Consejo de Ministros del gobierno español ha aprobado este martes el anteproyecto de ley de protección al menor en entornos digitales. La ley comprende una serie de medidas que afectan a fabricantes, plataformas y creadores de contenidos, con el fin de proteger a los menores y facilitar la vida a padres y tutores legales. Entre las medidas destacan: la obligatoriedad para los fabricantes de dispositivos de incorporar un control parental accesible y fácil de activar, la de restringir el acceso hasta los 16 años a las plataformas sociales y la obligación de tener medidas de protección a los menores para los influenciadores.

El proyecto de ley ha sido bien recibido por profesionales de la salud, educadores, sociólogos y, muy especialmente, por padres. Ya ha pasado suficiente tiempo desde la llegada de internet móvil y las redes sociales como para poder medir su impacto en los más jóvenes. Los educadores tienen datos de su impacto en su trabajo y en el rendimiento escolar, los padres lo podemos cuantificar en discusiones con los hijos por día. Pero lo que realmente cuenta son los datos de los que disponen los profesionales de la salud; datos provenientes de estudios transversales, longitudinales y experimentales que cubren estos últimos 25 años. Por si os interesan, el sociólogo Jonathan Haidtmantiene una lista en un inmenso documento que tiene accesible en Google Docs.

Los estudios, y su experiencia personal recogida en el libro The Anxious Generation: How the Great Rewiring of Childhood is Causing an Epidemic of Mental Illness, demuestran que la rápida adopción de lo que él llama una “infancia basada en el móvil” ha conllevado un declive en la salud mental de los más jóvenes. Hablamos de lo que hemos convenido en llamar Generación Z, los nacidos entre 1995 y 2000. Las estadísticas demuestran que los niveles de ansiedad y los casos de depresión y autolesiones aumentan exponencialmente a partir del 2010. Los gráficos de estos indicadores tienen todos forma de palo de hockey puesto en horizontal. Si, además, a los datos les quitamos la televisión y las consolas y nos centramos solo en las niñas, el incremento es aún más dramático. Si hasta ahora solo podíamos hablar de correlación, ahora tenemos suficientes argumentos que demuestran que estamos hablando de causalidad. ¿Qué pasó en 2010?

La “infancia basada en el móvil” ha conllevado un declive en la salud mental de los más jóvenes

Sabemos que lo que define una generación va más allá de la situación económica, social o de los eventos traumáticos —guerras, hambre, sequía, crisis económicas, conflictos sociales— que haya tenido que afrontar. Gracias al trabajo del sociólogo Jean Twenge sabemos que las tecnologías a las que se exponen los más jóvenes tienen mucho que ver. La electricidad permite leer de noche e ir más seguro por la calle; la radio, escuchar la guerra en directo y a Goebbels mentir para millones; la televisión te muestra una leona degollando a una Gacela de Thompson y a Nixon sudando; el ordenador personal es aprendizaje y ocio; el iPhone es comunicación y distracción; las redes sociales comunicación y validación. Todas estas tecnologías —o medios, es lo mismo— cambian las sociedades comenzando por los más jóvenes, lo que da nombre a las sucesivas generaciones.

En el 2010 hubo dos pequeños cambios de aquellos que “son poderosos”, como decía el Capità Enciam. El primero es que llegaron las métricas sociales; los me gusta, los RT y los compartir. Hay un punto de inflexión en las redes sociales. Antes de las métricas sociales, lo que publicábamos lo veía todo el mundo y las publicaciones no competían en aceptación (viralidad). El me gusta lo cambia todo. De repente entramos a competir por el me gusta y, al mismo tiempo, al dar uno (o un RT) damos información muy valiosa a los especialistas en marketing. Las líneas de tiempo se vuelven algorítmicas, afinadas a nuestras filias y fobias para maximizar nuestro compromiso: el tiempo invertido, las interacciones y las publicaciones.

"La combinación de selfie, métricas y selección algorítmica de contenidos es dramática: quien compite por la aceptación ya no es el contenido sino la persona"

El segundo cambio es la llegada de la cámara frontal a los teléfonos inteligentes. Nace la cultura del selfie, que es el contenido más fácil de publicar en una red social. La combinación de selfie, métricas y selección algorítmica de contenidos es dramática: quien compite por la aceptación ya no es el contenido sino la persona (“la persona no descansa” que diría la madre de mi admirado Eugeni Alemany). La aceptación, el rechazo y ser el “popu” de la clase, que ahora es global, se mide en corazones de me gusta. Si eres el único al que no han invitado a una fiesta, lo sabrás por los selfies de los otros en su Instagram.

Si esto afecta a los adultos, imaginaos cómo debe afectar a alguien que aún no tiene el criterio ni el espíritu crítico formado. Es un tema puramente biológico. Las partes del cerebro que buscan la recompensa inmediata maduran antes que el córtex frontal —esencial para el autocontrol, el retraso de la gratificación y la resistencia a la tentación—, que no llega a su plenitud hasta mediados de los veinte años. Y esto lo saben las empresas propietarias de las redes sociales que con sus algoritmos de recomendación han conseguido hackear efectivamente los cerebros de los más jóvenes. Los nuestros también, pero mientras que para nosotros el uso de las redes aún tiene más beneficios que inconvenientes, para los más jóvenes no parece que sea así.

De hecho, las estadísticas dicen que los jóvenes cada vez pasan más horas frente a las pantallas y menos socializando en persona. Según un estudio de la Fundació Gasol, en el estado español solo 3 de cada 10 niños y niñas de entre 8 y 16 años cumplen con los 60 minutos de actividad física diaria que la OMS recomienda. Y esto no solo es preocupante por su desarrollo físico sino por su desarrollo mental. Si sospechábamos que jugar al fútbol en la calle y pelarse las rodillas era algo bueno para el aprendizaje y el crecimiento, ahora tenemos datos. Y no lo digo por ningún tema nostálgico; el juego nos ayuda a los mamíferos a desarrollar competencias básicas y a superar miedos en un entorno controlado. Jugar, en definitiva, es una vacuna de vida real que nos prepara para el futuro. Mira un vídeo de gatitos jugando y lo entenderás.

Entonces, si mi hijo se pasa seis horas al día jugando al League of Legends (LoL), debe estar preparadísimo para el futuro, ¿no? No exactamente. Las interacciones virtuales, sean vía juegos o redes sociales, no compensan la pérdida experiencial. De hecho, tienen poco que ver. Las interacciones digitales priman la recompensa inmediata y suponen una intermediación en la comunicación humana. En la interacción cara a cara la comunicación es directa, el canal es neutro (a no ser que la conversación sea en la pista de un aeropuerto) y solo hay dos actores, el emisor y el receptor. En las comunicaciones mediadas, en cambio, el canal es un actor de primera magnitud, que decide qué, quién, cuándo, cómo y por qué vemos un tipo de contenido u otro. Y los incentivos del canal, es decir, los de la empresa propietaria, no suelen coincidir con los de las personas y las sociedades de quienes se sirven. En este sentido son muy parecidos a los de la industria petrolera o a los de la tabaquera.

"Hemos sobreprotegido a los niños en el espacio físico y, en cambio, los hemos desprotegido en el espacio digital"

Pero la culpa, como suele pasar, es compartida. La sobreexposición de los niños a las pantallas comienza en la década de 1980, y en aquella época no había móviles. Coinciden dos fenómenos en las sociedades avanzadas: la percepción de un incremento de la peligrosidad de las calles y la llegada de los ordenadores personales. La sobreprotección en el espacio físico conlleva un declive del juego libre (juego no mediado) que se sustituye progresivamente por juego en entornos digitales, primero de manera individual en ordenadores y luego en red con la popularización de los juegos en línea en los 2000. Tener al niño en casa jugando en el ordenador con gente de todo el mundo nos parece más seguro que tenerlo en la plaza jugando con niños del pueblo. Hemos sobreprotegido a los niños en el espacio físico y, en cambio, los hemos desprotegido en el espacio digital.

El sociólogo Jonathan Haidt dice de su libro: “Mi afirmación central en este libro es que estas dos tendencias, la sobreprotección en el mundo real y la desprotección en el mundo virtual, son las principales razones por las que los niños nacidos después de 1995 se han convertido en la generación ansiosa”.

El músico, pionero y visionario británico Brian Eno (ex-Roxy Music) dio una conferencia en el 2016 en el Sónar+D que se llamaba Why we play. El título es un acertado juego de palabras que en inglés tiene el doble sentido de “por qué jugamos / por qué tocamos música”. Destacaba la importancia del juego/música en el aprendizaje humano. He pensado en ello muchas veces y, cuanto más tiempo pasa, más sentido le encuentro; encaja perfectamente en las tesis del profesor Haidt, en los datos que cita y en la experiencia personal de muchos padres.

Cuando mi hijo terminó piano en la escuela municipal decidió que quería entrar en el conservatorio. Sus maestros nos dijeron que tenía aptitudes, pero que debía reforzar la parte de teoría y canto si quería pasar las pruebas de ingreso. Nos recomendaron a Laia, una fantástica maestra de música de Arenys de Mar que preparaba niños para el conservatorio. 

Lo hacía en su casa, una casa de aquellas de antes, en medio del pueblo, donde había acondicionado una parte como aulas de música. La felicité por la iniciativa con una mezcla de envidia y admiración que me causan las personas que saben música. Me dijo que estaba contenta, que le iba bien pero que últimamente cada año tenía menos alumnos. Cuando le pregunté por qué, me dijo que un piano no puede competir en atención con un teléfono inteligente.

"Una experiencia digital, por muy buena que sea, es solo una proyección del mundo en una pantalla bidimensional"

La mejor manera de aprender es con la experiencia física. De hecho, muchos expertos dicen que no tendremos IA de verdad hasta que las máquinas no tengan una corporeidad que les permita experimentar el mundo tal y como lo hacemos los humanos, que no puede haber inteligencia sin cuerpo. El mejor aprendizaje es, pues, la experiencia, y una experiencia digital, por muy buena que sea, es solo una proyección en una pantalla bidimensional del mundo, una simplificación previsible de una realidad compleja e imprevisible que además está filtrada por los incentivos de una empresa que la única obligación que tiene es con sus accionistas.

Jonathan Haidt, tras el diagnóstico, recomienda una serie de medidas en su libro. Algunas ya se aplican aquí, otras las veremos aplicadas a raíz de esta nueva ley. Y no son nada difíciles: 1) ningún teléfono inteligente antes del instituto (14 años); 2) ningún acceso a las redes sociales antes de los 16; 3) escuelas libres de móviles y sobre todo, sobre todo, sobre todo 4) menos sobreprotección y mucho más acceso al juego libre no mediado en la calle.