Si en algo se han mostrado hábiles nuestros políticos ha sido a la hora de crear el entorno necesario para distraer al ciudadano de aquello que es esencial. El acto más importante ha sido el de comprar periodistas. Algunos en el ámbito personal; otros, en su mayoría, por el bonito método de pasar dinero a las editoras que son las que pagan los escasos salarios. Todo orientado a manipular a la opinión pública. Es por eso que la administración de justicia malvive con un presupuesto misérrimo mientras la partida de publicidad institucional -ergo, soborno- no deja de aumentar. Y de eso debemos enterarnos por prensa foránea o especializada como por ejemplo en Dircomfidencial. Supongo que si los medios de aquí publican estas noticias, quedarán fuera de la lista de agraciados.
Sin embargo, la última operación de distracción ha llegado a los límites del insulto a la inteligencia. Se ha promovido la palabrería -quiero decir, en las tertulias y los medios debidamente monitoreados- sobre un vicio viejo en casa, pero al que ahora se le quiere dar un aire simpático e informal. Ya se sabe que en cosas de política copiamos el nomenclátor italiano -sorpasso, en lugar de adelantamiento-, pero que en cuestiones de comida la estupidez deriva más bien hacia la vertiente anglófila-muffin, en lugar de magdalena. El caso es que, como decía, ahora se ha pretendido vestir de informalidad transparente y darle tintes de normalidad a un acto perverso. Se aprovecha la simpatía que despierta la capacidad oratoria italiana. Hablo de la palabra sottogoverno. ¿Qué guay, no?
Nunca insistiré lo suficiente cuando digo que la semejanza entre los italianos del norte y los catalanes es casi nula. Si acaso nos parecemos más bien a los del sur. No es sólo que ellos, en el norte de Italia, tengan Ferraris, Maseratis y máquinas de Lavazza guardadas en el garaje para sacarlas y demostrar su potencia cuando toque. Los italianos del norte también saben, lo manifiestan abiertamente, que su país es corrupto. Nosotros no. Aquí lo somos, pero hacemos ver que no. Y es que la percepción social sobre la corrupción es aún menor aquí que en Italia.
"Los italianos del norte saben que su país es corrupto. Nosotros no. Aquí lo somos, pero hacemos ver que no"
Miren, si no, la definición que hace el Istituto della Enciclopedia Italiana de sottogoverno: "En el lenguaje del periodismo político, término polémico que se utiliza para indicar el conjunto de actividades que llevan a cabo el partido o los partidos del gobierno, que van más allá de su derecho normalmente reconocido, a gestionar los asuntos públicos de acuerdo con sus propios programas, para influir a favor propio en el funcionamiento de los asuntos públicos, en forma de presión directa o indirecta y, sobre todo, confiando a sus miembros o simpatizantes cargos directivos en la burocracia, en diferentes órganos específicamente financieros, etc.".
No sólo queremos ignorar el acto manifiestamente corrupto que esto significa. No señor, no es suficiente. Los medios, encima, nos restriegan la honestidad de quienes gobiernan, y se considera un acto elogiable el hecho de que el president Illa diga que no todos los cargos serán cubiertos por miembros del PSOE -dando a entender que podrán mojar otros en función de lo estables que sean los pactos-. ¡Viva la democracia y el consenso!
Esta aberración se introdujo en la administración pública catalana hace muchos años, de tal forma que lo lleva la Generalitat estampada como una tara de nacimiento. Sin embargo, hace años, con la llegada del insigne tripartito, se introdujo un refinamiento: simular que los miembros de partido nombrados para cargos públicos (ahora llegan a más de quinientos) lo hacían por el bien de la patria. Y el método oculto fue que cedieran una parte de su sueldo al partido.
"Hace años, con la llegada del insigne tripartito, se introdujo un refinamiento: hacer ver que los miembros de partido nombrados para cargos públicos lo hacían por el bien de la patria"
Pongamos un ejemplo: un individuo con carnet, que en su vida civil gana 2.000 euros, pasa a cobrar 8.000 como funcionario sottogovernamentisti, pero, eso sí, 3.000 los pasa al partido. Todo muy palermitano: se tú dai una cosa a me, io poi dò una cosa a té! En resumen, podríamos decir que el partido cobra para colocar. ¿O quizás lo entiendo mal? Ahora, eso sí: que nadie tenga la ocurrencia de nombrar de consejero a un empresario o un alto directivo, como sucede en otros gobiernos europeos. ¡Nunca abrir la puerta a los malvados mercados! ¡Viva la mediocridad!
El país puede tener un gran tejido empresarial. De hecho, lo tiene. La pregunta consiste en cuestionarse cuánto tiempo un país que produce riqueza -pero que va bajando en los rankings- puede resistir estos niveles de mala gobernanza y barra descarada mientras la administración pública -toda ella: sanidad, educación, seguridad, comercio, etc.- está en vías de descomposición. ¿De verdad esperaremos al momento en que los problemas generados por quien gobiernan acaben en malestar social general? Lo hablamos pronto. Con datos, está claro.