El martes fue un gran día por el catalán. Que una lengua llegue a más personas, sea en el formato que sea y en el ámbito que sea es buena noticia. Y como esto vale también para el euskera, el gallego, el asturiano, el aragonés, el bretón, el sami y el dakota, el martes fue un gran día para las lenguas en general.
El trabado discurso del ministro de Asuntos Exteriores español explicando en el mundo desde Bruselas que el catalán no es una lengua minoritaria y que es más hablada que muchos idiomas oficiales de la UE iba en esa línea. Un discurso inaudito, especialmente viniendo de un hablante de una lengua mayoritaria, que me provocó cierta disonancia cognitiva. Paradójicamente, las declaraciones en catalán del ministro de asuntos europeos finlandés, hablando de una lengua con menos hablantes que el catalán, no me produjo tanta.
Los hablantes de lenguas mayoritarias argumentan con frecuencia que la función única de la lengua es comunicarnos. Si las lenguas sólo sirvieran para ello, hace años que en Europa habríamos adoptado el Esperanto, una lengua de laboratorio basada en el vocabulario, la semántica y la sintaxis de las lenguas indo-europeas.
Los lenguajes naturales, que hablamos las personas, no son los mecanismos más eficientes para la comunicación. Entre otras ineficiencias contienen palabras polisémicas, figuras retóricas, cambian con el contexto cultural y temporal y son redundantes. Esto es lo que nos ha dado la evolución por selección natural. Y son precisamente todas esas ineficiencias que les hacen interesantes.
Y podríamos ir más allá todavía. Desde los años 40 del siglo pasado que sabemos crear lenguajes que son por definición independientes del contexto, que son eficientes y que no contienen ningún tipo de redundancia: los lenguajes de programación. Muy buenos para comunicarnos con las máquinas, pero demasiado rígidos para la comunicación humana.
Es la enésima demostración de que las lenguas no son sólo instrumentos y que saber da superpoderes
Pero no, una lengua es mucho más que una tecnología de comunicación. Lo expresó muy bien Mercè cuando dijo que "la lengua es el alma de un país y merece muchas atenciones". Lo sabemos bien los hablantes de catalán de los cuatro estados donde se habla, y sobre todo lo saben aún mejor los dirigentes de esos mismos estados. Es por eso que hasta el martes no se pudo hablar en lenguas distintas del castellano en el congreso español sin que te cortaran el micrófono, y por eso nuestra lengua no goza de ningún reconocimiento oficial ni en Francia ni en Italia. Esto contrasta con estados plurilingües de más larga tradición democrática y menos centralistas como Canadá y Suiza.
Ya hace años, camino hacia Davos, en el aeropuerto de Zúrich un cartel de la aerolínea Swiss daba la bienvenida a los pasajeros. Decía: “Un país, cuatro idiomas”. Entre los cuatro se encuentra el romance hablado en los valles de los grisáceos por 60.000 personas, un 0,5% de la población suiza. Recuerdo que tuité la foto diciendo que esto sería imposible en España. También recuerdo cómo cada año un presidente suizo distinto da el discurso de bienvenida a Davos, con su idioma. Resulta que la presidencia de la Confederación Helvética es anual y la ocupa uno de los miembros del Consejo Federal que elige el Parlamento, Parlamento que "debe garantizar que las diferentes regiones y comunidades lingüísticas de Suiza estén representadas de forma justa".
Años antes, por trabajo, había tenido ocasión de pasar una temporada en Toronto y pude visitar Quebec. Me interesaba mucho oír el francés que se habla y ver la convivencia y los puntos de fricción entre las dos lenguas oficiales. El francés, aunque sólo es hablado en la provincia de Quebec, es oficial en todo Canadá: en la anglófona y americanizada Toronto puedes dirigirte en francés a cualquier oficina federal. Los edificios públicos y universidades están rotulados en inglés y francés. En Quebec, en cambio, todo está rotulado en francés salvo en los edificios federales que también están rotulados en inglés.
El francés, aunque sólo es hablado en la provincia de Quebec, es oficial en todo Canadá: en la anglófona y americanizada Toronto puedes dirigirte en francés a cualquier oficina federal
También recuerdo que con un grupo de amigos fuimos a hacer bungee jumping —salto a la elástica en francés— en un lugar en Quebec junto a la anglófona capital Ottawa. Cuando los chicos que iban detrás de nuestro se dirigieron a quien llevaba el negocio en inglés, el también joven de detrás del mostrador les respondió con un lacónico “desolé, en français”. Los clientes respondieron inicialmente en inglés, que “sorry” que “we don't speak french”. “Desolé, français” fue la respuesta. Como las ganas de saltar eran mayores que el orgullo de Commonwealth los anglófonos acabaron chapurreando francés, lo que acabó en transacción para gozo de todos.
Estos son sólo dos ejemplos personales y subjetivos que demuestran que las lenguas no son meros instrumentos para la comunicación, que son, como dijo Rodoreda, el alma de un país. La última demostración la pudimos ver el pasado martes en el Congreso español cuando los fascistas abandonaron el hemiciclo al oír hablar gallego. Es la enésima demostración de que las lenguas no son sólo instrumentos y que saber da superpoderes. Utilícelos.