Desengañémonos. La tecnología lo podrá hacer todo. Podrá hacer diagnósticos médicos, diseñar itinerarios formativos, calcular rutas para el reparto óptimo de mercancías, escribir cuentos y novelas, hacer predicciones climatológicas, tomar decisiones de inversión bursátil, esculpir esculturas, analizar la evolución de los cultivos, componer música, diseñar muebles y pintar cuadros. Y no tiene por qué ser malo, apocalíptico ni catastrófico. Tampoco tiene por qué ser inhumano, insensible o frío. Sencillamente será en muchos casos una buena solución, una manera eficiente y razonable de hacer.
Reconozcámoslo. Lo que de verdad nos preocupa no es qué puede llegar a hacer la tecnología, sino a qué nos dedicaremos nosotros. Cada vez que descubrimos una nueva cosa que las máquinas pueden hacer bien, lo que de verdad pensamos en nuestro interior es que a nosotros nos queda una opción menos. Necesitamos el trabajo para vivir, y si las máquinas hacen nuestros trabajos no está nada claro de qué viviremos. Nuestro modelo de sociedad se basa en las relaciones económicas. Para acceder a la vivienda, la comida, el ocio, la educación o la salud necesitamos recursos económicos, y en general el dinero no nos lo regalan sino que nos lo dan a cambio de hacer alguna cosa. Si nos quedamos sin trabajo nos quedamos sin una manera clara de ganar dinero. El problema no es que las máquinas sepan hacer cosas, sino que nosotros necesitamos hacer alguna cosa si queremos cobrar, si queremos vivir.
El problema no es que las máquinas sepan hacer cosas, sino que nosotros necesitamos hacer alguna cosa si queremos cobrar, si queremos vivir
Entendámoslo. La sociedad industrial tenía un sistema de reparto de la riqueza que con la sociedad digital está dejando de funcionar. A lo largo de los últimos trescientos años hemos ido construyendo esto que ahora llamamos Sociedad del Bienestar, que básicamente consiste en que quien gana dinero da una parte al bote común, para mirar de ayudar a quien lo necesite y dotarnos de infraestructuras y servicios públicos. Claramente la anterior sociedad medieval funcionaba de otra manera. La sociedad industrial ha ido encontrando una manera de hacer que básicamente consiste en redistribuir la riqueza al territorio mediante sueldos e impuestos. Una parte del dinero vuelve a la población en forma de sueldos, y otra parte va al bote común en forma de impuestos. El problema es que ya se ve que esto deja de funcionar con la sociedad digital: las plataformas digitales globales casi no tienen trabajadores en nuestra casa y por tanto aquí no pagan demasiados sueldos, y gracias a la lamentable arquitectura fiscal de Europa, tienen maneras legales para no tributar demasiados impuestos aquí.
Denunciémoslo. El problema que tenemos no es que las máquinas hagan más o menos cosas, sino que estamos repartiendo mal la riqueza que las máquinas pueden generar. Los beneficios que se obtienen con la digitalización masiva no están devolviéndose a la sociedad, sino que se acumulan en manos privadas. Bill Gates, Marck Zuckerberg o Jeff Bezos ya han reconocido que han ganado tanto dinero que incluso es demasiado y han hecho declaraciones públicas anunciando que piensan donarlo casi todo a causas que ellos consideran nobles. No puede ser. No son ellos quienes han de decidir cómo queremos repartir la riqueza. Hay que encontrar un nuevo sistema, porque no puede ser que puedan ganar dinero en Catalunya, pagar los impuestos en Irlanda y después mirar de arreglarlo haciendo donaciones a oenegés norteamericanas.
Atrevámonos. Hace tiempo que se habla de la Renta Básica Universal y seguro que mucha gente lo considera una idea absurda. Pero podría ser un hilo del que nos deberíamos atrever a estirar. Si las máquinas asumen buena parte de la actividad y generan riqueza, quizás nuestro trabajo dejará de ser un mecanismo tan central como ahora para el reparto social de la riqueza. Habrá que encontrar nuevos mecanismos, que sean justos, equitativos, dignos. No será sencillo. Nos tendremos que atrever a pensar cosas diferentes.
El problema que tenemos no es que las máquinas hagan más o menos cosas, sino que estamos repartiendo mal la riqueza que las máquinas pueden generar
Organicémonos. Nuestro problema no es que las máquinas hagan cada vez más cosas, sino que estamos tolerando la implantación económica de un modelo social que en vez de futurista parece medieval: todo para el amo, y él ya hará y decidirá. Un sistema que además de injusto es desigual, porque sólo se lo permitimos a los actores globales pero no a los locales. Las multinacionales pueden diseñar maneras para acabar tributando quién sabe dónde, pero los de aquí que tienen tiendas de fruta, supermercados, empresas de transporte, salas de concierto, talleres de carpintería o peluquerías, estos no, estos han de contribuir y tributar con el método antiguo. Necesitamos ordenar el sistema tributario, necesitamos un nuevo marco legal, y visto cómo van las cosas nos tendremos que poner serios. Serios y exigentes.
La psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross es famosa por su definición de las cinco fases por las que necesitamos pasar cuando sufrimos un duelo: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Negar que una máquina pueda conducir un camión o hacer un diagnóstico médico. Enfadarse si detectamos que estamos siendo gestionados o atendidos por un algoritmo. Negociar qué cosas debe hacer sí o sí un humano. Deprimirse al ver que efectivamente una máquina podría hacer nuestro trabajo, e incluso hacerla mejor. Negociar cómo lo haremos. Sólo un detalle: no es con las máquinas con quien tenemos que negociar, sino con los que se benefician de ellas. Nuestro problema no son las máquinas, sino que unos pocos están acumulando demasiado de una manera socialmente injusta. Organicémonos.