Las redes están llenas de fotos de calas paradisíacas, puestas de sol de postal y de las pilas de libros que nos llevamos de vacaciones. Son tradicionales las listas de libros de Bill Gates y Barack Obama. Verano, playa y libros son un grito desesperado por un tiempo que ya no tenemos. Y no me refiero a las 24 horas del día que se nos escapan en las banalidades más vacías, sino en la manera de medir, valorar y repartir el tiempo.
No es necesario apelar a Einstein para saber que no hay un marco de referencia temporal único, que el tiempo es personal e intransferible; no medimos nuestra vida por meses y años sino por los acontecimientos que nos han marcado. El tiempo es un constructo social que nos sirve para aprovechar los recursos, ya sea en un entorno de economía agraria —estaciones, crecidas de los ríos, mareas—, en un entorno industrial —hora de entrada, de salida, tiempo de producción de un bien— o el tiempo postindustrial o el no-tiempo, donde la frontera entre ocio y negocio (negación del ocio) es difusa.
"No medimos nuestra vida por meses y años sino por los acontecimientos que nos han marcado"
Y como tal constructo, el tiempo no está exento de presiones políticas. Aunque a veces de manera no explícita, todas las corrientes ideológicas, partidos políticos y movimientos sociales tienen una posición definida sobre el tiempo —trabajar menos horas por semana, conciliación laboral, racionalización de horarios, bajas por paternidad—. De hecho, cualquier política económica, desde el momento en que los recursos son limitados, no es más que una política del tiempo. Me lo explicó un día el profesor Xavier Sala i Martín en una conversación en Davos: todo lo que nos hace felices tiene un coste, muchas veces cuesta dinero, pero siempre tiene un coste en tiempo. El corolario sería que la economía es la ciencia de la felicidad (el también economista Yanis Varoufakis niega que la economía sea una ciencia; las diferentes corrientes de pensamiento económico se parecen más a religiones).
Que el tiempo sea un constructo social y que sea la base de la medida de la productividad —de la economía y, por lo tanto, de la felicidad— hace que esté sometido constantemente a los designios del poder que decide qué indicadores son relevantes. Aunque hay indicadores adicionales que proporcionan una perspectiva más amplia del progreso —felicidad (GNH en sus siglas en inglés), bienestar social (SPI, ídem), el impacto ambiental y el desarrollo humano (IDH, ídem)— todavía nos regimos por el PIB, cuando sabemos con certeza que no es suficiente.
Que el PIB no es un buen indicador lo sabemos desde el año 1920, cuando el economista Arthur Pigou publicó en su libro La Economía del Bienestar el siguiente ejemplo: si un hombre contrata a una mujer para hacer las tareas del hogar, el empleo sube y la economía (y la felicidad) crece. Si, en cambio, se casa con ella y sigue haciendo el mismo trabajo, el número de personas ocupadas baja y la economía decrece. ¿Dónde está la trampa? Esta contradicción a la hora de medir la “felicidad” continúa en nuestros días. Este ejemplo se conoce hoy como la “Paradoja de Pigou”, también conocida en el refranero catalán como “no es lo mismo trabajar que hacer faena”. Lo que nos lleva inevitablemente, como siempre, a Grecia.
"Aunque hay indicadores adicionales que proporcionan una perspectiva más amplia del progreso, todavía nos regimos por el PIB, cuando sabemos con certeza que no es suficiente"
Los antiguos griegos, en su tiempo agrario guiado por las estaciones, distinguían perfectamente entre lo que era trabajar y hacer faena, entre trabajo y ocupación. La ocupación (ponos, muy cercano a penia, pobreza) la tenían los esclavos, artesanos y metecos a cambio de subsistencia, dinero o bienes. Para un ciudadano libre, tener una ocupación estaba mal visto, no así trabajar (ergon), que era una obligación moral. El ergon de los ciudadanos de la polis era el trabajo que se hacía en casa, con los parientes y amigos o en el espacio público.
Otra distinción que hacían los griegos era entre los tiempos de recreación y ocio. La primera comprendía actividades como comer, beber, el entretenimiento, la gimnasia y el deporte, y tenía su fiesta mayor cada cuatro años en los Juegos Olímpicos. En cambio, el ocio (skholé) combinaba la educación personal con la participación cívica (de ahí deriva la palabra escuela). La participación en el teatro era más parecida a una celebración religiosa, con procesión y participación del público incluidas durante largas horas, que al teatro al que estamos acostumbrados.
"Los gigantes tecnológicos han secuestrado nuestro tiempo de ocio entendido en términos griegos —educación personal y participación cívica— y lo han sustituido por exhibición personal y participación incívica en línea"
Observen que el poder, quien decide cómo compartimentar el tiempo y medir su output, ha intentado, por un lado, quitar el trabajo de la ecuación —si no es remunerado, no se considera trabajo— y, por otro, borrar la frontera entre recreación y ocio. Lo vemos especialmente en tiempos de internet, donde los gigantes tecnológicos han secuestrado nuestro tiempo de ocio entendido en términos griegos —educación personal y participación cívica— y lo han sustituido por exhibición personal y participación incívica en línea. En el camino han ganado mucho dinero y han hecho un desgarrón en el tejido social.
Que no estamos haciendo las cosas del todo bien lo demuestra el grito desesperado que son las vacaciones de verano. Obsérvense, obsérvenos estos días: sin reloj, guiados por la hora del sol, en contacto con la naturaleza que marca su tiempo, cargados de libros para nuestro tiempo de educación personal (tiempo de ocio), participando en la vida cívica que son las fiestas mayores, aplecs, conciertos y festivales, y utilizando menos el móvil. Nos aferramos a nuestro pasado griego y agrícola, aunque sea solo quince días en verano.
Si quieren saber más, les recomiendo el libro que estoy leyendo ahora mismo: The Politics of Time, Gaining Control in the Age of Uncertainty del economista Guy Standing.
Nos vemos esta tarde en las habaneras en la playa en la fiesta mayor de Sant Vicenç de Montalt.