El día tiene 24 horas. Quizá no os lo parezca, pero son las mismas que un día cualquiera de hace diez años. Podríamos pensar que quienes han cambiado somos nosotros y terminar aquí -sí, somos diez años más sabios, tenemos diez kilos más y cobramos un 10% menos que hace una década- pero no es nuestro; es de ellos.
Hace diez años, el desayuno en el café de todo buen oficinista era todavía reminiscente de nuestro pasado de cazadores-recolectores: búsqueda de comida, de información valiosa para la subsistencia y de un lugar dominante. El montón de periódicos del rincón de la barra era uno de los objetivos prioritarios al entrar en el café. Bocadillo, café con leche y diario -y tener tiempo suficiente para leerlo- era uno de los pequeños placeres diarios (la experiencia se degradaba cuando sólo quedaban los periódicos deportivos). El gran último privilegio del oficinista pequeño-burgués que se sentía aristócrata el tiempo que duraba el desayuno. De hecho, para saber si alguien es rico basta con saber el tiempo que dedica cada día al desayuno, todos los que sólo tenemos tiempo de tomar un café antes de salir de casa porque llegamos tarde, ya llegamos tarde.
Para saber si alguien es rico solo hay que saber el tiempo que dedica cada día al desayuno
Confieso que nunca he sido lo suficientemente rico como para hacer desayunos pantagruélicos en días de cada día y que ya hace muchos años que dejé de hacer de oficinista pequeño-burgués. Por eso hacía años que no iba a desayunar al café. Ha sido por motivos tecnológicos -en el pueblo de al lado han puesto un cargador eléctrico rápido y mientras cargo aprovecho para desayunar- que me he encontrado haciendo de cazador-recolector como antes solía. Las cosas han cambiado un poco: la pila de periódicos es más magra y la gente ya no se afana por conseguir el diario del día sino que ahora lo hace para aguantar el móvil derecho con la ayuda del toallero o de la botella de agua. En lugar de la dosis de información diaria, la dosis diaria de dopamina social. La tele de fondo, sintonizada en un canal español empero, no ha cambiado.
Con este panorama, en esta nueva etapa de oficinista cazador-recolector burgués, he vuelto a experimentar una sensación que no recordaba: la de estar en control de la información y no al revés. Mi espacio informacional habitual -las seis magras pulgadas de la pantalla del móvil- vuelve ahora a ser del tamaño de la mesa, el tiempo infinito de la red es ahora el tiempo que tardará el coche en cargarse, el caótico chorro de información de las redes sociales es ahora el orden editorial de un equipo de periodistas y lo más importante de todo: mi línea de tiempo -el diario- no tiene scroll infinito. También he vuelto a jugar en el Tetris con el plato del bocadillo, el café y el diario sobre la mesa.
La historia de la información y sus medios es también la historia de nuestro tiempo
En 1928, Antonio Castelló empezó a vender discos de piedra en el mercado de Sant Antoni de Barcelona. Por aquel entonces sólo las casas acomodadas podían tener una gramola, un aparato que aparte de reproducir música era un símbolo de estatus social. Por eso ocupaba un lugar preferente en el comedor de casa. A su lado apareció más tarde el aparato de radio. La radio ya no ocupaba sólo un espacio preferente, sino también ocupaba un tiempo del día de quien lo tenía. El diario, la gramola y la radio eran internet de los años veinte. Quien no tenía, tenía que ir a leer el periódico, escuchar la radio o el baile en los cibercafés de la época: en los ateneos y casales populares.
Más tarde, en 1956, Discos Castelló abrió en la calle Tallers de Barcelona. Llegaban los años de desarrollismo y de los 600 con una industria musical que explotaría de la mano de los jóvenes ávidos de discos de vinilo para bailar en sus guateques. Es el mismo año en el que TVE, que dependía del Ministerio de Información y Turismo, realizó su primera emisión regular. La tele desplazaba la radio a la cocina y hacía sitio para el teléfono que debía llegar a todas las casas en las próximas décadas. El mundo estaba cada vez más conectado, era más plano y las tecnologías domésticas de la información empezaban a competir por nuestra atención.
Los 70 llegaron con el radiocasete, un aparato que no sólo permitía reproducir música sino que la permitía grabar. Muchos nos montamos el primer Sónar de jóvenes haciendo mezclas de temas que grabábamos de la radio y de los discos de vinilo. El meme de la cinta de casete y el boli Bic éramos todos. El VHS de los 80 llegaba con una propuesta de valor temporal inaudita hasta entonces: grábalo todo y míratelo cuando quieras. Podías mirar un canal mientras grababas otro, grabar el Escurçó Negre en TV3 y reproducirlo en catalán o en inglés. ¡De repente hacían falta más de 24 horas al día para ver toda la tele! Llegaron el Pong, los Space Invaders y el Tetris. Los DVD, los Laser Disc y los minidiscos de vuelo gallináceo. El día seguía teniendo 24 horas, como cuando Antonio Castelló abrió la parada en Sant Antoni, pero necesitábamos más.
Internet no era la radio que quería desplazar a los diarios ni el vídeo que mataba a la estrella de la radio que cantaban los Buggles
Fue en los 90 que las tecnologías digitales irrumpieron en casa. Nos llegaba internet vía web (técnicamente es al revés, pero el primer servicio que recibimos de forma masiva fue la web) con la promesa de no competir con nadie. Internet no era la radio que quería desplazar a los periódicos ni el vídeo que mataba a la estrella de la radio que cantaban los Buggles. Más que un medio, era un meta-medio que incluía todo lo demás: los periódicos, los folletos, la gramola, el cine, la radio, la tele, el teléfono, el álbum de fotos, la enciclopedia y toda la biblioteca de casa. Y todo, por una fracción del espacio que todos estos medios ocupan en casa. Aparte, no necesitaba presidir el comedor, cualquier rincón de casa con un triste PC de pantalla de tubo iba bien. A cambio, eso sí, nos exigía un pacto fáustico: todo el conocimiento del mundo a cambio de nuestro tiempo. De todo nuestro tiempo.
Por si teníamos alguna duda, en 2007, aquel aparato sin demasiadas aspiraciones de protagonismo -le llamábamos compatible PC- se hizo aún menos conspicuo en forma de teléfono inteligente. Es cierto que era un Apple, que lo presentó Steve Jobs con aquello de “un teléfono, un iPod y un comunicador de internet en un solo aparato” pero a pesar de todo el protagonismo su objetivo no era acaparar la atención sino fundirse. Si en la década anterior habíamos dejado entrar el ordenador en casa y el portátil en la segunda residencia, ahora dejábamos entrar su última iteración, el móvil inteligente, en el baño con nosotros. Y no sólo.
Resulta que el eufemismo de teléfono inteligente -deberíamos llamarle ordenador inteligente- es más cierto de lo que pensamos. Estos ordenadores de bolsillo tienen un grupo de sensores que el resto de ordenadores -ni sus primos PC ni el MareNostrum más avanzado- no tienen. Vuestro móvil sabe en todo momento dónde está, en qué orientación se encuentra, si está en un entorno luminoso o no, si tiene conectividad Bluetooth, WiFi o 5G y si está cerca de su cuerpo; el móvil es en cierto modo consciente de su entorno. No hablo de una conciencia como la nuestra, que, por otra parte, no sabemos nada, sino de una percepción puramente física del entorno. Un ejemplo: como todos tenemos una manera de andar diferente, sólo con la información que proporcionan los sensores de posición se puede identificar con un alto nivel de acierto a una persona. Pero que perciban su entorno, que es también el nuestro, no les hace inteligentes. Para serlo hace falta algo más.
Pese a que la definición de inteligencia sea bastante esquiva me siento bastante cómodo con la de Stuart Russell cuando dice que “una entidad es inteligente en la medida en que lo que hace la ayuda a conseguir lo que quiere dado lo que ha percibido”. Me diréis que un móvil, y por extensión, cualquier máquina, no tiene objetivos y, por tanto, no puede querer nada por mucho que perciba su entorno. Y si bien esto es cierto, un móvil no existe en el vacío, está conectado, llevamos unas aplicaciones instaladas y sus empresas propietarias sí que tienen objetivos y muy bien definidos. Lo importante es el de maximizar el tiempo que pasamos. Por eso en las redes sociales el contenido que encontramos no es lo mejor para nosotros, sino lo mejor para las empresas que nos los proporcionan de acuerdo con sus objetivos. Algunos académicos hablan de su capacidad de convertir rabia en dinero.
El scroll infinito, los me gusta, los retuits y el número de comentarios son todos mecanismos de recompensa que hackean de manera efectiva nuestro cerebro
Para conseguir ese objetivo no dudan en ponernos muy difícil renunciar a nuestra ración diaria de dopamina, que por mucha que sea siempre es poca. El scroll infinito, los me gusta, los retuits y el número de comentarios son todos mecanismos de recompensa que hackean de manera efectiva nuestro cerebro. Recordemos que nuestro cerebro no ha cambiado de forma notable desde hace 200.000 años, cuando todavía éramos cazadores-recolectores. La dopamina iba muy bien entonces en pequeñas dosis, cuando el acceso al azúcar de la fruta y al placer del sexo era limitado y esporádico. Dado que comer y reproducirse son básicos para la subsistencia de la especie este mecanismo representa una ventaja evolutiva; si teníamos un recuerdo placentero, volveríamos. ¿Qué ocurre cuando el suministro es ilimitado y sin restricciones temporales? Pues que cada vez hace menos efecto y necesitamos más dosis y en lugar de ser un mecanismo de subsistencia se convierte en un mecanismo autodestructivo. Todas las masas pican, y si son digitales, más.
¿Cómo encaja todo esto con las 24 horas que sigue teniendo nuestro día? Pues con un calzador hecho a base de aceleración de los ciclos informativos, con mensajes más cortos, simplificación del discurso, respuestas simples, empachos de información y exceso de datos en los que elegir y remover de acuerdo con cada sesgo de confirmación por extraño que sea (véase el resurgimiento del terraplanismo y de los fascismos). En definitiva, una macdonaldización de la información con infinitas combinaciones de bebidas carbónicas, hamburguesas, quesos, pepinillos y salsas; dopamina 24 horas al día, siete días a la semana, 365 días al año, en cualquier parte del planeta. La tierra es más plana que nunca, que decía Thomas Friedman y que cantaba Quimi Portet.
Para entender bien las consecuencias debemos viajar a febrero de 2010, a Francia. Cinco periodistas de Canadá, Francia, Suiza y Bélgica se encerraron una semana en la granja Clos Marot, en el Perigord, con el objetivo de seguir la actualidad mundial informándose sólo vía Twitter y Facebook. En 2010, muy pocos periodistas y medios tradicionales tenían cuentas; las noticias que les llegaban eran principalmente de usuarios anónimos. Las conclusiones son fascinantes y remiten a la realidad mediática actual. Janic Tremblay, por aquel entonces en Radio-Canada, explicaba al terminar el experimento que en su primera noche se encontró con tuits de un manifestante ruso que había sido encarcelado después de una manifestación en Moscú (una situación desgraciadamente bien actual). Le habían llegado vía un contacto común. En ausencia de otras fuentes de información, la historia de alguien totalmente desconocido, por otra parte, imposible de verificar, era lo más relevante que había ocurrido ese día.
También decía que las redes pueden desviarte de la verdad. En la tercera noche del experimento, la twittersfera francesa iba llena de informaciones sobre una fuerte explosión que se había oído en la ciudad de Lille. Entre las hipótesis que corrían por las redes estaban la de una explosión, la de un incendio e incluso la de una catástrofe nuclear. Los diarios del día siguiente daban la explicación: un avión militar había roto la barrera del sonido sobrevolando Lille. Nadie consideró esa hipótesis en Twitter, explica Tremblay. El experimento demostró que la información que recibimos a través de las redes sociales es plana. Para los participantes del experimento, el presunto encarcelamiento de un manifestante ruso en Moscú estaba al mismo nivel informativo que la supuesta explosión en Lille, una explosión que a falta de la explicación de un experto podría haber sido una explosión nuclear.
La edición del día de VIA Empresa es todo lo contrario: no aspira a aplanar el mundo sino a mostraros sus picos y sus valles
Un diario, la publicación que tenéis en vuestras manos, la edición del día de VIA Empresa es todo lo contrario: no aspira a aplanar el mundo sino a mostraros sus picos y sus valles; no está pensado para transformar su rabia en dinero sino para transformar su curiosidad en conocimiento; no es un scroll infinito sino que son una serie finita de artículos; no es un espacio en la salita de casa, sino que es un momento en el día de cada día. El momento del bocadillo, del café con leche y de VIA Empresa.
¿Y dentro de 10 años qué? ¿Todos los artículos generados de forma automática por el ChatGPT del momento? No lo sabemos, pero en caso de que así sea y que las máquinas puedan darnos todas las respuestas, aún serán más importantes las preguntas, las preguntas que dirección, redacción y colaboradores de VIA Empresa nos hacemos siempre antes de escribir y las que artículos como éste provocan a nuestros lectores.