Resulta evidente que nuestra sociedad, igual que todas, tiene muchos retos. Hay muchas agendas: la económica, la social, la cultural, la medioambiental, la política… y además tenemos causas transversales que lo afectan todo, como el cambio climático, los derechos humanos o la transición hacia la sociedad digital. Además de retos, cada época tiene también sus métodos de gestión, sus liderazgos y sus maneras de buscar soluciones.
Los grupos humanos se han gestionado bajo diferentes sistemas políticos: el Egipto de los faraones, las oligarquías de las polis griegas, la edad media de los señores feudales o el despotismo ilustrado de la Europa del siglo XVIII -monarquías autoritarias que decidían qué era mejor para todo el mundo sin escuchar a nadie-. Todo para el pueblo, pero sin el pueblo. La cosa derivó después en el actual sistema de democracias parlamentarias, cada vez más secuestradas por el sistema de partidos.
Los sistemas democráticos como el nuestro se basan en la idea de la participación, pero hace ya demasiado tiempo que no revisamos este concepto y está a punto de convertirse en una trampa. Nos han hecho creer que un sistema es participativo cuando las decisiones se toman entre el mayor número posible de personas, y nos llevan a organizarnos en grupos grandes para intentar tener legitimidad. Pero a la hora de la verdad, las decisiones tomadas entre todos son cada vez más descafeinadas. En teoría elegimos a nuestros representantes, pero solo cada cuatro años y dentro de un sistema de partidos que hace difícil construir alternativas. En teoría hemos votado un programa electoral, pero ya ni lo leemo porque todos lo incumplen sistemáticamente sin que haya consecuencias. En teoría pueden consultarnos y les podemos interpelar, pero últimamente esto se resume a redes sociales donde destacan los hiperventilados y medios de comunicación que cada vez parecen más un susurro que una voz.
Un grupo numeroso es poderoso, pero difícil de sostener en el tiempo; capaz de todo, pero fácil de dividir
Se nos empuja a modelos de participación ciudadana basados en el volumen. Si no somos significativos, no merecemos voz en el espacio público. Debemos representar a alguien. La fuerza del grupo. La fuerza de la gente. Si nos reunimos los suficientes podremos conseguir lo que queramos. Cuántos más seamos, más fuerza tendremos. Lo más grandes posible, lo más representativos posible, lo más significativos posible, lo más poderosos posible… pero creo que es una trampa. Un grupo numeroso es poderoso, pero difícil de sostener en el tiempo. Capaz de todo, pero fácil de dividir. Imparable, pero difícil de orientar. Los grupos grandes son muy exigentes en cuanto a liderazgo, muy complejos de coordinar, y con sistemas de gobierno y toma de decisiones condenados a ser cuestionados. Si queremos actuar, lo que realmente funciona son los grupos pequeños.
Hace tiempo me explicaron que un movimiento ciudadano era más eficiente si tenía una estructura del tipo 10–100–1.000. Un grupo muy reducido que toma la decisión de hacer algo (cambiar una ley, organizar una manifestación, denunciar un abuso). Luego una segunda corona dispuesta a ayudar sin pretender formar parte de la toma de decisiones, y después una tercera corona aún mayor sencillamente dispuesta a formar parte. Como ondas concéntricas con diferentes niveles de implicación que potencialmente pueden llegar a abarcar mucha gente, pero sin generar la confusión ni el engaño de que será el gran grupo el que decida quienes son los que formarán parte de ese núcleo reducido que toma las decisiones. Esto ya sucedió un poco con Tsunami Democràtic: la mayoría de los miles que aceptaron ir al aeropuerto sabían que no participarían de la discusión de cuál sería la próxima acción y sencillamente obedecían porque les gustaba la propuesta.
La participación es una trampa si exigimos que todo el diseño y ejecución de la acción esté soportado por el consenso de mucha gente
Necesitamos pequeños grupos de gente dispuesta a hacer cosas, y en la medida que el grupo las considere acertadas ya nos iremos sumando y dando apoyo. En vez de grandes grupos discutiendo qué se debería hacer mejor grupos pequeños decididos a hacer alguna cosa concreta, porque está lleno de gente que nos dice lo que deberíamos hacer, pero no hace nada. De la misma manera que está lleno de gente que no hace nada pero opina y opina sobre lo que otros están haciendo. Mientras opinamos, estamos parados.
La participación es una trampa si exigimos que todo el diseño y ejecución esté soportado por el consenso de mucha gente. La clave de la participación es aceptar grupos pequeños e incluso cerrados en la construcción de las propuestas, que tienen la ambición de ser apoyados de manera libre y de formas diversas por mucha más gente.
Participar no es elegir cada cuatro años quién mandará, sino decidir cada día qué te representa. Participar no es sólo poder votar un partido cuando nos convocan, sino poder tomar partido cada día. No va de juntarnos para decidir quién nos representa, sino escoger porqué nos queremos juntar y poder hacerlo. Seguimos dispuestos a implicarnos con causas, y cada uno tiene muy claro cuáles son sus causas, pero cada vez tenemos más reticencias a vincularnos con organizaciones que cada vez son más grandes, más complejas y más extrañas, y aún menos cuando estas organizaciones pretenden hacernos creer que ellas abrazan todas y cada una de nuestras causas. Lo llaman participación pero en verdad sólo hablan de organizar el poder, mientras que lo que ahora necesitamos es pasar a la acción. La participación es un verbo de acción, y es falso que esté condicionada por el volumen o la representatividad.