“Estamos de vuelta” es el mensaje estrella de mi bandeja de entrada de correo electrónico. Una conocida cadena de comida japonesa para llevar de Valencia me cuenta que han abierto, que ya podemos ir a comprar nuestros platos favoritos.
Tengo docenas de emails con promociones, reaperturas, descuentos y ofertas. Durante las últimas semanas estos mensajes no han llamado mi atención pero la desescalada me está afectando. Igual que cuando estás embarazada solo ves barrigas por la calle, desde hace unos días, solo pienso en la economía y en el comercio, en las familias que llevan dos meses sin ingresos y a las que se las trae al pairo que el Kento haya abierto o que Zara tenga promociones especiales.
Mi preocupación no es infundada, o eso dice el Banco de España. El banco con el mayor servicio de estudios del país segura que el coronavirus dejará a su paso una crisis económica más larga y profunda de lo esperado y disparará la deuda pública por encima del 110% del PIB. Este endeudamiento tan brutal generará graves problemas para todos.
María trabaja limpiando casas. Forma parte de una economía sumergida que no sale en los estudios del Banco de España. Lleva dos meses sin ingresos y en la fase 1 de la desescalada no la llaman para que acuda a las casas a las que antes iba a limpiar. Sólo un director de banca que necesita que le cuide a su hija por las tardes y que le dé un repaso a la cocina la ha estado llamando.
En casa son 3, ella, su marido, también autónomo y su hijo de 20 años. Los tres, sin ingresos desde que se decretó el estado de alarma. “No las hemos visto muy mal para comer”, me dice cuando me la cruzo de camino a por el pan. “Hemos tenido que pedirles ayuda a amigos y familiares para poder comprar comida”.
La cafetería de al lado del súper está a reventar y las rayas amarillas que pintaron para guardar la distancia de seguridad mientras se hacía cola, conviven ahora con el trasiego de los que van al bar a tomarse el almuerzo. María me explica que el café se lo toma allí, que tiene que ayudar a que los comercios se recuperen. Ella, que no tiene casi para comer.
La historia de María me deja tocada. De camino a casa entro en Twitter y de entre todos los tuits, dos llaman mi atención como un imán. “Soy pensionista, 580 euros al mes, si me tienen que quitar la paga de julio para que pueda comer una familia, que me la quiten. No es generosidad, es solidaridad. Los pobres sabemos lo que es pasarlo muy mal”. Los pobres sabemos lo que es pasarlo muy mal. Se que me queda grabado.
Javier cede su paga y María hace el esfuerzo de pagar un café con leche para que el bar al que siempre va pueda seguir con su actividad.
Aun no he digerido el tuit de Javier cuando veo un retuit de mi amiga Anna Juan que contiene un vídeo en el que se aprecia una señora frente a un contenedor y algunas personas con banderas de España a pocos metros. Le doy al play y enseguida me doy cuenta de que la pobreza más dura vuelve a llamarme esta mañana. Pero no solo la material, sino también la humana. Mientras una señora de avanzada edad rebusca en un contendor y encuentra lo que parece una barra de pan, un grupo de manifestantes con banderas españolas y al grito de “libertad”, pasan por detrás de ella, a centímetros, sin percatarse de que es muy mayor y de que está hambrienta. O sí lo ven, pero lo ignoran. ¡Cuánta pobreza en solo unos segundos!
La fase 1 avanza en Valencia, las calles vuelven a estar llenas de ruido. Las abejas ya no me acompañan por las mañanas en los paseos con Bowie y la pista de Ademúz suena cargada de coches, como antes.
Todo sigue igual. Salvo para quienes no llegaban a fin de mes. Para ellos, es peor.