Sábado, 2 de noviembre del 2024. Atardece en La Torre, Valencia. Con los últimos rayos del Sol proyectándose en sus espaldas, desfilan los últimos voluntarios que abandonan la zona catastrófica. Están sucios de barro y algunos cojean del cansancio. Pero ninguno mira atrás. "Hoy ya hemos hecho bastante, lo mejor que se puede hacer es ir a dormir y volver mañana a primera hora", confiesan, como si tuvieran que justificarse. Sus coches están aparcados en cualquier lugar: rotondas, arcenes o cualquier trozo de tierra. Las unidades de la Policía Local los vigilan. Hace días que han dejado de multar a los voluntarios, aunque en las redes sociales todavía se denuncia que la grúa se ha llevado unos pocos.
Ruth, mujer de un superviviente: "Tengo muy claro que la vida le ha preparado durante 40 años como nadador para salvarse en el río el día de la DANA"
Todos ellos encienden los motores y atraviesan el puente que une la zona cero con Valencia ciudad. Allí, la normalidad es absoluta. No hay barro, ni basura, ni coches volcados. Eso sí, el desastre está muy presente en el rostro de las personas. Se puede ver en los ojos de Ruth, la trabajadora del Leroy Merlin de Alboraya, que arranca a llorar cuando le pido linternas para operar por la noche. "Creo que ya no nos quedan", me responde con la voz rota. Nos acabamos de conocer, pero siente la necesidad de explicarme que días antes su marido Raúl había escapado por la ventana de su coche en medio de la furia del río. Pudo salvar la vida in extremis, gracias a 40 años de experiencia como nadador aficionado. "Tiene muy claro que el destino le había preparado durante todo este tiempo para este momento", afirma. A continuación, nos entrega tres linternas, de las cuales una no funciona y la otra tiene muy poca vida útil. Una hora después, nos reencontramos en el puente que tantas vidas se tragó. Pero no la de su marido. Ahora, él le acompaña y le abraza mientras contemplan el Turia en calma. "¡Qué casualidad!", exclamo cuando la reconozco. Pero ella hace días que ha dejado de creer en la suerte. Tampoco su pareja, que aún lleva el shock en su mirada. "Necesitaba volver a ver esto", se excusa, todavía con el gesto impertérrito.
Cae la noche en Benetússer. La imagen que contrasta entre los dos lados del puente parece extraída del guion más escalofriante. A pesar de los destrozos, este es el punto más restaurado de la zona. Pero el barro aún llega hasta las rodillas y los coches continúan volcados en zonas como parques interiores y portales. No hay ni un alma en la calle: los voluntarios se han marchado y solo se observan unas máquinas que acaban de apilar la basura en las afueras. El mal olor nos obliga a colocarnos los guantes y las mascarillas FFP2, aquellas grandes olvidadas de la pandemia. Una vez dejamos atrás Benetússer, la luz desaparece y ya no volverá. Solo nos reencontramos con ella cuando nos cruzamos con el centro de operaciones de las fuerzas de seguridad, ubicado junto a una gasolinera. Allí, UME, Guardia Civil, Policía Local y la Generalitat valenciana coordinan la zona. Nos invitan a dar marcha atrás, puesto que "no hace falta ayuda" y nos advierten de los saqueos y robos nocturnos. "Si vais a Paiporta, lo hacéis bajo vuestra responsabilidad". Más tarde, nos daremos cuenta de lo que quieren decir en realidad aquellas palabras: a pesar del dispositivo policial desplegado en el pueblo, los agentes de allí no garantizarán nuestra seguridad.
El camino a Paiporta se hace largo por la oscuridad y la incertidumbre. Sabemos que hemos llegado porque volvemos a ver naves industriales destrozadas y coches por todas partes. Como curiosidad, entre tanto mal olor y suciedad no hay ninguna rata ni cucarachas, ni tampoco ningún animal que nos indique la insalubridad del área. La DANA se lo ha llevado todo. Por la noche, la zona cero de la catásfrofe que conmueve a todo el mundo es un pueblo fantasma. Prácticamente no hay ninguna luz encendida ni personas en la calle. De lejos se oyen los motores de coches de la UME que trabajan en edificios muy dañados. El Ejército ya ha llegado, pero lo ha hecho sin ninguna provisión. A la espera de órdenes, ningún miembro de la policía militar utiliza ninguna pala ni recoge la basura.
Hacia el final de la CV-406, que atraviesa todo el pueblo, se encienden un par de farolas que permiten observar el desastre. Hay edificios hundidos, coches volcados en la vía del tren y la catenaria está totalmente destruida. Algunos militares nos informan que ya se habían remolcado muchos vehículos de la vía y que hace escasas horas el panorama era aún más devastador. A pesar de estos trabajos, sin embargo, todavía hay metros de barro que aún nadie ha recogido, además de neumáticos y puertas de hogares alrededor de las vías. Allí conocemos a Edwin, el primer voluntario que ha aparecido en dos horas andando. Es el único del pequeño grupo que está ahí desde hace más de un día. "Cuando llegué, no había ni ejército ni policía ni alimentos para nadie", nos explica. Y señala un punto de donde se habían sacado 25 cadáveres ese mismo sábado. "Aquel era mi barrio favorito de Valencia. Era precioso", asegura. Ahora es un mar de escombros y de basura.
Edwin es el único del grupo de poco más de 15 personas que vive en Valencia. El resto se han desplazado desde Madrid, Granada, Almería, Barcelona o Ciudad Real. Las profesiones son variadas: hay mecánicos o incluso un militar fuera de servicio, que había decidido venir a causa de la inacción de las autoridades. Todo el mundo coincide en el hecho de que hay mucho trabajo que hacer, a diferencia de lo que sostenían las fuerzas de seguridades desde las carpas. A pesar de la advertencia de prohibición de ayuda voluntaria a partir del domingo, los allí presentes nos dedicamos a preparar un punto de distribución de alimentos para los vecinos. El trabajo es intenso porque hay montañas de paquetes. Además, en mitad de la noche llegan más coches de personas con donaciones. Entre ellos, una pareja de Masquefa que trae el vehículo lleno y que decide quedarse a ayudar por solidaridad.
La Guardia Civil y el Ejército quieren contribuir con camiones con alimentos y material, pero solo los primeros cumplen su palabra. La noche es larga, pero en ningún momento aparecen las palas y linternas prometidas por los militares para ayudar a los vecinos. "Gracias por lo que hacéis, que es mucho más que nosotros", nos confiesa un militar. Nos trae cafés, avergonzado por las instrucciones que se le han encomendado. Hace falta mucha disciplina para contemplar aquel escenario apocalíptico y autoconvencerse de que las órdenes están por encima de la prioridad de las personas.
Paiporta por la noche se convierte en una ciudad sin ley, con robos y patrullas ciudadanas que actúan contra los criminales con impunidad
Durante la noche, aparecen grupos de personas con palos y navajas por la zona cero. Son jóvenes del pueblo de entre 18 y 20 años que han decidido organizarse en patrullas para proteger a sus vecinos en mitad de la noche. "La Guardia Civil me ha dado permiso para reducir físicamente a quien vea peligroso", presume uno de ellos, antes de adentrarse en la plena oscuridad. El restaurante en el que ha trabajado ha desaparecido. Irónicamente, horas después un agente le detendría por gritar a escasos centímetros de la cara de Felipe VI. Todavía quedan unas horas para que Paiporta se convierta en el epicentro político del Estado, pero en este momento ya resulta evidente que es una ciudad sin ley. Además de las patrullas ciudadanas, las fuerzas de seguridad permiten hacer hogueras e incluso robar llantas de coches destrozados para reparar vehículos de voluntarios.
Caminando por las calles entre la oscuridad, reina el silencio y el mal olor. Cada paso que damos hunde más profundamente nuestras botas. Estamos a punto de ver la luz del Sol, pero antes nos reencontramos con el horror una vez más. Junto a la parroquia oímos el ruido del agua filtrándose en un garaje, todavía parcialmente sumergido. Es un sonido tranquilo, similar al de las olas del mar que tanto nos relajan en la playa, solo que en este caso desde el corazón de las tinieblas. Quiero hacer una foto para recordar el momento, pero mis compañeros me piden que me abstenga, en caso de que el flash de la captura revele una imagen espantosa.
Amanece en Paiporta. Una vez superada la noche, los vecinos bajan a recoger provisiones y el pueblo recupera la vida. La mayoría de ellos pide botas de agua, guantes y lejía, aunque los alimentos también triunfan. El primero que se acerca, Jorge, de unos 45 años, solo quiere un poco de leche y cereales para desayunar, pero se acaba llevando un carro. Un caso representativo de todo lo que sucede en el pueblo: todo el mundo tiene vergüenza de pedir un solo producto más del que necesita. Jorge vive en la calle de Sant Antoni y tiene como vecina una montaña de bolsas de basura. "Lo he perdido todo: los dos coches y la moto, y casi mi finca", lamenta. La luz de su portal descubre algunas lágrimas en su mejilla. De momento, explica que no les han ofrecido reubicarse y que solo le han garantizado 150 euros por uno de sus vehículos. Ahora bien, a la vez se siente un hombre afortunado por vivir en un cuarto piso y no en un bajo, puesto que todos han quedado devastados por la DANA. Una vez en casa, su mujer nos pide por favor traerles botas de agua. Ya es domingo, y ni ella ni sus hijos pequeños han podido prácticamente desplazarse a causa del barro. Es una imagen muy recurrente en Paiporta, donde todavía hoy muchos vecinos no disponen de botas y se tienen que mover con zapatos cubiertos por bolsas y cinta aislante.
Los vecinos de Paiporta no piden un producto más del que necesitan y giran la cara para que los voluntarios no los vean llorar
La escena con Jorge ya se ha quedado grabada en mi recuerdo, pero pocos minutos después se reproduce constantemente con diferentes personas. Algunas de ellas piden un poco de agua, alimentos en lata (todavía no tienen luz) o leche, pero rápidamente giran la cara para que no veamos cómo lloran. De entre las diferentes peticiones, se repite una frase: "Por favor, no os marchéis, nos han dejado solos". Quieren que se sepa la verdad y lo que está pasando, y no entienden "por qué nadie mueve un dedo". Algunos de los voluntarios reparten los productos entre lágrimas y abrazos. Con el paso de los minutos, muchas personas que "solo querían una cosa" vuelven a por más. La vergüenza y el orgullo dejan paso a la dignidad y la valentía de pedir ayuda porque la necesitan.
Mientras empiezan a llegar camiones con provisiones de todas partes, algunos vecinos solicitan atención en su casa. Los que viven en un bajo o un primer piso tienen los techos manchados de barro, las televisiones rotas y el sofá estampado contra la pared, entre otras cosas. Es el caso de Cristina. El suelo de su casa continúa mojado y con charcos. A estas alturas, afortunadamente los alimentos han dejado de ser un problema y la prioridad en las donaciones deben ser los productos de limpieza y materiales como botas de agua, palas o cubos para ayudar a limpiar la zona. Eso sí, Mari Ángeles y José, una pareja mayor, se acerca a pedirnos ColaCao, porque "nada ni nadie hará que dejen de beberlo cada mañana". Poco después, entre risas, rechazan la ayuda a cargar bolsas pesadísimas pese a su avanzada edad. Finalmente, admiten que no podrán transportarlas hasta el quinto piso y se dejan ayudar.
Levanto la cabeza y me encuentro todo el casco antiguo del pueblo convertido en un mercadillo ambulante de productos y de servicios de limpieza. El panorama es aún peor de lo que se muestra en televisión: sin material pesado, pronto será imposible evitar que lugares como Paiporta, Catarroja o Masanasa sean inhabitables. Y entonces sucede: de repente, irrumpen con fuerza varios vehículos del Ejército a gran velocidad por la CV-406. Han empezado los trabajos previos a la visita del Rey, el presidente del gobierno y el de la Generalitat valenciana. El hecho molesta extremadamente a la gente porque no solo frena las tareas de saneamiento y dificulta el acceso a los puntos de voluntarios, sino que ensucia todo lo que ya se había limpiado. De hecho, uno de los vecinos de la zona no duda al encararse con un militar entre gritos y protestas del resto de la calle.
El resultado es un clima hostil que solo los que han estado en Paiporta podían prever, porque han visto la miseria y el abandono. La violencia es absolutamente injustificable, pero cuando un pueblo lo ha perdido todo, desaparece el miedo a las consecuencias
Todo ello es una metáfora de lo que supondrá el acto oficial posterior: una interrupción sin escrúpulos para una zona que no tiene ni un minuto que perder. Todos aquellos efectivos que no habían hecho nada durante la tarde, noche y mañana, ahora estorban a quienes no han dejado de trabajar. El resultado es un clima hostil que solo los que han estado en Paiporta podían prever, porque han visto la miseria y el abandono. La violencia es absolutamente injustificable, pero cuando un pueblo lo ha perdido todo, desaparece el miedo a las consecuencias. La visita oficial deja imágenes tan duras como esclarecedoras de la verdad, como es un monarca manchado de barro, una reina llorando y dos presidentes obligados a huir y con los vehículos destrozados.
El camino de regreso es un infierno físico y mental. En 24 horas nos hemos convertido en lo que habíamos visto cuando llegamos: personas sin fuerzas que apenas se podían mantener en pie. Psicológicamente, la sensación de haber contribuido no gana a la tristeza de pensar que el desastre requerirá de mucha gente y mucho tiempo para solucionarse. Si es que se puede hacer. Por el camino, una mujer nos agradece el trabajo y nos invita a abandonar el municipio antes de las ocho de la tarde. "La DANA volverá hoy. Estamos hablando con los vecinos de los bajos y de los primeros para que se muevan a pisos más altos, pero todos los voluntarios tienen que marcharse", apunta. La advertencia recoge la esencia de Paiporta, que se puede ver en el mural del otro lado del puente: "Gracias, el pueblo salva al pueblo".
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