En esta etapa que algunos se encabezonan al definir como 'nueva normalidad' estoy intentando cumplir con el que se espera de los ciudadanos. De los entendidos como 'buenos ciudadanos'. Lo estoy intentando, digo, porque vistas las normas estrictas que se nos aplican, seguramente ya he pecado. "Quítate la ropa que vistes cuando llegues a casa", recomienda Sanidad. Bien. "No toques nada de la calle". De acuerdo. "Si vas a hacer deporte, no estires en la calle, no te sientes en el suelo". Conforme, entendidos. "Haz cola en la puerta del comercio". Entendidos. "Pide cita previa en la peluquería". Hecho. "Y lleva termómetro, por si no tienen, guantes y mascarilla". Que si, que si, todo hecho. Ahora viene la buena, porque si vas con tus niños por la calle, en esa franja maravillosa (ironía, por favor) de 12 a 19 horas, cuando subes los tienes que desvestir al mismo tiempo que les gritas –¡literal!- que se tienen que lavar las manos porque por la calle no se toca nada, ni se habla cerca de nadie. "¿Vendrá la policía?", me pregunta mi hija.
No sé qué estamos construyendo, pero sí que noto lo que estamos destruyendo. Y no me gusta.
Se nos apela desde las Administraciones locales a comprar en el pequeño comercio, a pensar en el otro, en el fondo. Por eso, ya tengo el número de WhatsApp de la tienda de calzado de niños del barrio, del librero y el de la mercería. Pido hora al primero y me cita, me dice que tiene el género preparado desde hace días y me da las gracias. Así, porque si, antes de comprar. El vendedor ya me advierte que tiene citas previas dadas pero que no sabe si las clientas serán puntuales. Yo pienso que si antes esas personas han dado un paseo, solas o acompañadas, entre quitarse la ropa, poner la lavadora, lavarse las manos, coger la mascarilla, los guantes y calmarse, así, sin tapujos a reconocerlo, ya habrán hecho bastante si bajan a comprar zapatos. ¿En la peluquería? Lo mismo. De la cita previa hablaba este viernes Susana Lluna con una clara defensa del ecommerce. Es la segunda parte del cuento: muchos de los que se han cambiado la chaqueta ya no volverán a vestir otra.
Extraña normalidad es la que vamos percibiendo. Y es que leía estos días algún tweet que confesaba el síndrome de Estocolmo de más de una persona. Secuestrados por el Estado de alarma bien es verdad que muchos se podían sentir seguros. Aburridos algunos, enjaulados todos, pero protegidos. Ahora ya no tanto. Ni tampoco nada relajados. Es la segunda parte de la distopía que ha activado el puñetero coronavirus, palabra indeseable del 2020. Que me lo digan a mí, que anhelaba el sol y la brisa mimando el cabello de mis hijos y ahora me odio por pasarme gritándoles "¡esto no se toca!" y "¡esto tampoco!" durante 60 minutos al día. Salir a comprar con ellos -porque si, estoy sola con ellos buena parte del día- es poner a prueba mi paciencia. Y, para los que somos tan románticos, resulta lduro intentar argumentarnos a nosotros mismos que tienes que decir NO a todo aquello a lo que antes serías incapaz de negarte. "¿Te acompaño a la frutería?", "¿puedo coger yo los plátanos?". Son preguntas banales, pero no lo son para los románticos.
Las nuevas normas de la nueva normalidad son un asco, es cierto. Pero lo que me preocupa es como retardan la vida. La comercial, la económica, la rutinaria... y la infantil, por supuesto. Sé que de esto se preocupan cuatro gatos, pero espero que quién se adentre en este confesionario digital de madre teletrebajadora sepa un poquito de empatía. Porque de cómo jode la vida y la salud el Covid-19 ya estamos todos enterados, con todos los respetos a los muertos y sus familiares, pero si nos adentramos en este nuevo 'después', la salud mental que podemos perder nos tendría que preocupar también. Salud de colectivos como el mío: madres -teletrabajadoras ahora, trabajadoras siempre- que cuidan de menores. Afirman las expertas que son (somos) las más estresadas. Creo que solo es noticia porque quien firma las informaciones lo hace para visibilizarnos: noticia es solo un hecho novedoso. Y esto, perdonad, es lo de siempre. Ahora, encima, encerradas.
En juego también está la salud: dormimos poco, cuidamos infinito y producimos sin cesar. Cómo en una eterna cadena de montaje. Por eso, y con datos contrastados, afirman las expertas que son (somos) las más estresadas. La Cadena SER ha entrevistado esta semana a una de las profesoras del Departamento de Sociología y Antropología Social de la Universitat de València, Empar Aguado, que está investigando esta nueva realidad y que revela que las mujeres con niños que teletrabajan soportan la mayor parte del estrés del confinamiento. En la entrevista de la SER Comunidad Valenciana, Aguado desglosa algunas de las primeras conclusiones de un estudio que está todavía desarrollándose -y del cual se puede participar en este enlace- y apunta que los hombres han ocupado más el ámbito público durante el confinamiento (compras, etc.) porque ellas son las que han cuidado el hogar, principalmente haciéndose cargo de los más pequeños. “Una madre me comentaba en una de las entrevistas que el curso escolar se está llevando adelante a precio de madre. (...) Lo que hemos observado es que las mujeres siguen siendo el recurso flexible en esta sociedad”. Rotunda. Y sobrecogedora.
Empar Aguado dice en su entrevista en la SER que "lo que hemos observado es que las mujeres siguen siendo el recurso flexible en esta sociedad”
Sé que los bares preocupan mucho por su vínculo turístico en un territorio que saca beneficio de su esplendoroso clima. Entiendo que las empresas necesitan seguir y ojalá la normalidad que anuncian servicios públicos como el Metro de València o el Valenbisi sean por una buena razón. La fase 1 estábamos esperando pero seguimos en fase 0, bautizada por alguna amiga como la del ahogo. Recordad que a las madres como yo, sin querer ser sujeto protagonista nunca, los paseos a las 20h (que no hacemos) no nos están desconfinando, la norma nos está degollando y la salud (mental), a veces, se nos está escapando.
Pero, ¿dónde queda la vida?